Un crimen de odio es aquél cometido por una persona que escoge a sus
víctimas debido a su raza, religión, origen étnico, orientación sexual, género,
identidad de género, incapacidad física o mental, situación socioeconómica,
entre otros motivos. Así pues, un criminal cuyo acto se englobaría en este tipo
de delito atacaría a su víctima, por ejemplo, por ser judía, hispana, de piel
negra, transexual, homosexual, musulmán, gitano o por vivir en la calle, por
ser un sin-techo. Determinados países están aprobando leyes específicas de
crímenes de odio que aumentan las penas por delitos cometidos, en virtud de
esta tipología.
El enclave en el que se
desarrolló este crimen de odio, uno de los primeros actos de xenofobia criminal
que tuvo una gran repercusión en España, se sitúa en lo que fue una de las
zonas de moda, de la “gente guapa” de Madrid. Se trata de la discoteca Four
Roses, situada en Aravaca, en el kilómetro 9 de la carretera de A Coruña, de la
A-6. Aquel era un sitio de moda para salir de marcha, con su enorme pista al
aire libre rodeada de columnas blancas de tres metros de altura que le daban un
aire de anfiteatro romano. Hasta allí, durante los años ochenta y principios de
los noventa, llegaban coches lujosos con hermosas mujeres que lucían cuerpos,
vestidos y joyas.
Sin embargo, en el momento en que
tuvo lugar este crimen, ese lugar de moda de la jet set madrileña estaba en
declive, poco quedaba de esa zona, supuestamente con glamour. La noche del
viernes 13 de noviembre de 1992, en que ocurrió este triste suceso, solo
quedaban en pie algunas columnas, los techos estaban hundidos y los cristales,
fracturados. Si bien en el pasado había brillado por su suntuosidad y buen
gusto; en ese momento, abandonado, era el refugio de un numeroso grupo de
inmigrantes dominicanos. Esa noche se preparaban para cenar en una de esas
habitaciones semiderruidas Eleucrecia Pérez Matos, “Lucrecia”; Augusto César
Vargas, “Porfirio”; Enrique Céspedes Peña, “Olmedo”, y Melby González González,
“Katy”. Los cuatro eran inmigrantes de color y se preparaban para tomar una
sopa con un poco de pan a la luz de unas velas.
Las visitas intempestivas de
curiosos eran frecuentes y, lógicamente, asustaban a los moradores de aquel
fantasmagórico lugar, en otros años lugar de ocio y diversión. Aquella noche,
sobre las nueve, cuatro individuos llegaron a las inmediaciones de la antigua
discoteca, aparcaron el coche en un desnivel cercano, para que no les pudiese
ver nadie y se trasladaron a ese edificio semiderruido que ya conocían bien y
sabían quiénes vivían allí ahora. Les movía una idea fija: “dar a un buen susto
a esos negros”.
El individuo que llevaba la voz
cantante se fijó su pistola en la cintura y accedió a aquel lugar, rodeado de
escombros y de oscuridad. Uno llevaba una navaja y un punzón, otro un cuchillo
de monte de 17 cm ,
y el cuarto cogió unas piedras. Accedieron al interior y se fijaron en la
primera de las puertas que filtraba la luz por los bajos. El que iba delante,
sin ton ni son, no paró de darle patadas hasta que, con la ayuda de los demás,
consiguieron derribarla. Dentro, el espacio era muy reducido, con una mísera
mesa y varias camas desvencijadas. Uno de los agresores dio una patada a la
mesa y cayó la vela. Todo quedó a oscuras. Es entonces cuando quien portaba el
arma empuña la pistola, adoptando la posición del tirador de combate, con las
piernas ligeramente flexionadas. Los otros tres se colocaron algo atrás en
disposición de atacar a esas cuatro personas, que comenzaban a huir
despavoridas. Uno de ellos dijo: “Vamos a dispararles”. Y se escucharon tres
detonaciones rápidas y secas contra esas sombras chinescas. En completa
indefensión, los cuatro dominicanos se movieron aterrorizados. Lucrecia se fue
de una cama a otra y en el camino la atravesaron tres disparos: uno en el muslo
izquierdo, otro en el vientre y el último, mortal, en la espalda. Una de las
balas que afectó a Lucrecia atravesó su cuerpo y penetró en la parte trasera
del muslo derecho de “Porfirio”. Todo fue en décimas de segundo, muy rápido.
Los agresores emprendieron una rápida huida en busca del coche y volvieron a
Madrid. De vuelta, los cuatro se jactaban de lo que habían hecho.
Este ataque contra inmigrantes
dominicanos copó espacios en la prensa, la radio y la
TV. Era el punto álgido de una escala de
violencia racista que se venía produciendo, con pintadas amenazantes,
apedreamiento de locales frecuentados por inmigrantes latinos y, al final, este
crimen de odio.
Si dramático fue este suceso, más
lo es, si cabe, la historia de Lucrecia, una mujer que no había tenido mucha
suerte en la vida. Llevaba en España poco más de un mes, estaba recién
aterrizada, adaptándose a un país extranjero, al cual había venido en busca de
trabajo con el que mejorar las míseras condiciones en las que vivían ella y su
familia. Tenía 32 años y había dejado en la República Dominicana
a su marido y a su hija Kenia. Residían en una pequeña localidad de campesinos
de República Dominicana.
Como le ocurre, por desgracia, a
otras muchas personas, Lucrecia tuvo que entrar en el juego de las mafias, de
los narcotraficantes de personas. Se endeudó cerca de un millón de pesetas para llegar a España. En poco tiempo había encontrado trabajo como empleada del
hogar en una casa pero la señora acabó echándola a la calle a los veinte días.
La razón: era incapaz de hacer las tareas para las que había sido contratada
pues no entendía el funcionamiento de la lavadora y ni siquiera sabía lo que
era un grifo. En su comunidad, de donde venía, se lavaba a mano y había que ir a
por el agua, recogerla en cubos. Por si todo esto no fuera poco, su salud no
era nada buena, producto de su mala alimentación. La mujer que la empleó se
quejaba de que Lucrecia no andaba bien de la cabeza pues se levantaba a
medianoche y daba gritos, o incluso hablaba sola.
Tras su despido de aquella casa,
Lucrecia buscó refugio con otros compatriotas en las ruinas del Four Roses. Una
día antes de ser asesinada escribió una carta cariñosa a su marido en la que se
disculpaba por haber emprendido ese viaje sin despedirse, urgida por la miseria
y por los traficantes. Le prometía que muy pronto comenzaría a enviarles
dinero. Sin embargo, no cumplió su promesa. Cuatro desalmados le quitaron a
Lucrecia lo único que le quedaba, y lo más importante: su vida.
Por fortuna, su muerte no cayó en
saco roto. Y su sangre sirvió de vacuna contra el creciente racismo que se
respiraba en determinadas zonas del país. Hubo una fuerte reacción social de
rechazo, su crimen acaparó minutos en las televisiones y, ante esta situación,
el Ministerio del Interior redobló la búsqueda de los culpables. Ayudó, y
mucho, la colaboración ciudadana. Una llamada alertó de la presencia de ese
coche rojo, a esa hora de ese día concreto, en los alrededores de la antigua
discoteca. Pese a no contar con la matrícula, las averiguaciones de la Guardia Civil tuvieron éxito.
El coche pertenecía, precisamente, a un agente de la Guardia Civil : Luis Merino
Pérez, de veinticinco años, destinado en el complejo penitenciario de
Carabanchel. Con el pretexto de una revisión rutinaria de armas en la compañía
en la que estaba adscrito Merino, se descubrió que su pistola Star BM de 9 mm Parabellum había sido
manipulada. Por diferentes detalles se pudo dilucidar que aquélla era el arma
del crimen de Lucrecia. Detenido Merino, fueron identificados sus acompañantes:
tres menores simpatizantes de ideologías neonazis y racistas. De hecho, se supo
después que el autor material del asesinato frecuentaba grupos de “cabezas
rapadas”.
La tarde del crimen estos cuatro
jóvenes habían estado reunidos con sus compinches en la plaza de los Cubos de
Madrid, próxima a la calle Princesa y la plaza de España. Tras tomar unas
cervezas y comentar los últimos altercados ocurridos en Aravaca entre
inmigrantes y la policía, así como la ocupación de lo que fue la discoteca Four
Roses por los dominicanos, decidieron ir allí para darles un escarmiento. Los
caprichos del destino pudieron hacer que esta triste historia no se hubiese
producido nunca. En su camino hacia Aravaca, los municipales pararon el coche
tras haberse saltado varios semáforos en rojo. Pero entonces Merino enseñó su
placa identificativa de Guardia Civil y la autoridad policial le dejó marchar,
en su loca carrera hacia el crimen.
Días después del crimen tuvieron
lugar las manifestaciones más concurridas y activas contra el racismo que se
conocen en España, en ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Pamplona,
Córdoba, Sevilla o Zaragoza. Todas fueron contra el racismo, a raíz del
asesinato de la inmigrante dominicana; y en todas participaron partidos
políticos, parlamentarios así como representantes de sindicatos y fuerzas
sociales. Incluso la Asamblea
de Madrid y el Congreso de los Diputados aprobaron declaraciones
institucionales contra este crimen y mostrando su más firme rechazo contra el
racismo y la xenofobia.
El relato judicial calificó el
homicidio en asesinato por su alevosía, por la forma de ejecución, repentina e
intempestiva, por sorpresa e indefensión absoluta de los inmigrantes. El autor
material fue condenado a 54 años de prisión y los tres menores a 24 años de
internamiento. En 2001, tras cumplir ocho años de reclusión, estos tres
individuos salieron a la calle.
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