Extremadura es una
tierra tranquila, donde por suerte no hay muchas noticias luctuosas de
asesinatos y homicidios. Pese a esto, pocos años antes de que aconteciera la
matanza de Puerto Hurraco en agosto de 1990, tuvieron lugar dos asesinatos en
la provincia de Badajoz. El primero de ellos fue en Táliga, un pequeño
pueblo cercano a Badajoz, a 42 kilómetros de la capital de provincia, próximo a
otra localidad con un pasado portugués muy marcado y rodeada de misterios de la
que hemos hablando aquí en otras ocasiones: Olivenza.
Táliga es un sencillo
caserío de por entonces unos novecientos habitantes en medio de un entorno de
transición, en los Llanos de Olivenza, entre las sierras de Jerez y las Vegas
del Guadiana y arropado por un paisaje de encinas y alcornoques junto a otras
especies de matorral como la jara, el cantueso y la aulaga.
La historia de Táliga,
como la de Olivenza, es apasionante. Enclavada en la Raya, en mitad de los dos
estados peninsulares, Portugal y España, debe su fundación a los Caballeros
Templarios, una orden cuyo funcionamiento y desaparición, por cierto, siguen
rodeados de enigmas. Esta pequeña población ha sufrido, durante siglos, las
guerras sostenidas entre España y Portugal y, con ello, las diversas peripecias
que le hicieron cambiar de dominio. Formó parte de Portugal durante más de
cinco siglos, hasta su incorporación definitiva a España, en 1801, tras la
guerra de las Naranjas y fruto del Tratado de Badajoz. Es entonces cuando
Táliga queda constituida como una parroquia (freguesia) del municipio de
Olivenza con el nombre de Nuestra Señora de la Asunción de Táliga (Nossa
Senhora da Assunção de Talega).
Muy a su pesar, un
suceso lamentable vendría a perturbar la calma de este pueblo y a poner el foco
mediático en Táliga. Para conocer qué ocurrió tenemos que remontarnos a la
tarde del sábado 5 de marzo de 1988 en el bar “Calaco” de la localidad. En ese
establecimiento de bebidas había en ese momento una docena de vecinos, unos
jugaban sus clásicas partidas a las cartas, otros al domino, otros tan sólo
tomaban café… Todo era apacible y pocos podían presagiar los terribles momentos
que vivirían ese día los parroquianos. En algún momento, entre las 16 y las 18
horas de ese día, 5 de marzo de 1988, Manuel Martínez Gómez, Becerro,
como se le conocía a este joven de veinticuatro años, había entrado en el bar,
donde estaban tranquilamente algunos vecinos. Todo transcurrió rápido: dijo a
quienes estaban allí que desalojaran el local bajo la amenaza de matar al niño
de diez años Raúl Silva, que se encontraba también allí, en compañía de su tío
carnal, Luis Pinilla, al que se lo había arrebatado. Manuel, Raúl y Luis se
conocían del pueblo desde hacía años y de hecho el joven, según decían,
mostraba afecto y cariño hacia el niño. Acompañando a sus delirantes palabras, Becerro
puso en el cuello de la criatura la afilada hoja de una navaja cabritera de
grandes dimensiones.
Una de las veinte
personas que estaban en ese momento en el establecimiento, José Piñero, intentó
arrebatarle el niño pero le propinó un navajazo en el brazo izquierdo que le
produjo una profunda herida por la que comenzó a sangrar abundantemente.
Hay que tratar de
imaginarse una escena tan dantesca: los clientes salieron atemorizados del bar
y Becerro se quedó solo en el establecimiento con el menor. Casi como
adivinando los sucesos que se avecinaban, uno de los vecinos pasó aviso urgente
al cuartel de la guardia civil de Alconchel, un pueblo cercano. En ese
intervalo de tiempo sucedió lo que nadie esperaba. Sobre las 17:10 horas de
aquella trágica tarde de invierno los taligueños, muchos de ellos concentrados
ante el bar “Calaco”, pudieron contemplar horrorizados una escena que no
pudieron impedir y que se les quedaría grabada para siempre en la retina de sus
ojos.
A esa hora, mientras
una pareja de la Guardia Civil se acercaba por la plaza para intentar someter a
Becerro, el joven trastornado se asomó a la puerta del bar con las dos
manos ocupadas. En una llevaba la enorme navaja manchada de sangre y, en la
otra, cogida por los cabellos, la cabeza del niño, al que acababa de degollar.
Desde la misma puerta amenazaba al sargento y a un guardia civil que hacían su
aparición en la escena del crimen.
Posteriormente, el
asesino se introdujo de nuevo en el local y cerró la puerta tras de sí, dejando
la cabeza en la ventana para que todo el vecindario pudiera contemplar lo que
había hecho, una acción que estaba dispuesto a repetir si alguien osaba
acercarse.
La indignación se
apoderó de quienes estaban en la calle, que querían proveerse de palos para
derribar la puerta del bar “Calaco” y linchar al joven asesino. Pero aún había
más horror, si cabe: tras mutilar el cadáver de la criatura el joven
trastornado arrojó los restos a la lumbre que ardía en la chimenea.
En ese ambiente de
tensión y de dolor, al que nadie encontraba explicación, los guardias civiles
trataban de calmar los ánimos para evitar otra tragedia más. El demente se
había hecho fuerte en el bar y cada vez que alguien se asomaba a la ventana
amenazaba con su arma al vecindario. Así transcurrió un tiempo hasta que un
grupo de especialistas antidisturbios de la Guardia Civil llegó y arrojó varios
botes de humo al interior del bar. Emplearon asimismo un fusil de asalto del
que salieron varios pelotazos que poco efecto provocaron en el cuerpo de Becerra.
Tras un acoso constante, las fuerzas decidieron entrar al asalto en el bar
donde el joven perturbado se defendió con esa energía que solo la locura
enfermiza procura. En su resistencia aún logró herir a dos miembros de la
Benemérita que al final pudieron reducirle.
Cabizbajo y esposado,
el enajenado Becerra, que nunca debió salir del psiquiátrico, fue conducido
a Mérida, mientras que, en su delirio, decía: “¡He matado a un dios menor…!
¡He matado a un dios menor…!”.
Se hizo de noche en
Táliga y, con su sombra, todo el pueblo lloraba la trágica muerte del niño Raúl
Silva. Los guardias civiles, ante el temor de que la familia del presunto
asesino sufriera ataques, vigiló la casa donde vivían. Durante días, acobardada
por el triste suceso que había protagonizado Becerra, sus familiares no
se atrevían a salir de casa para no escuchar insultos y deseos de venganza.
Si uno visita Táliga
pocas personas quieren hablar de la historia de este asesino con brotes
esquizofrénicos capaces de bloquearle el pensamiento, de perder el contacto con
la realidad y de sufrir ideas delirantes que le llevaron, ni más ni menos, que
acabar con la vida de uno de los niños del pueblo, de Raúl, con quien tenía un
trato afable y cariñoso a diario.
Desgraciadamente las
historias de personas con trastornos mentales que asesinaron a niños en
Extremadura se repitieron poco tiempo después. En este caso en la capital, en Badajoz,
en la barriada de Antonio Domínguez, un conglomerado de casas bajas de familias
obreras y humildes, cercano al Cerro de Reyes, tristemente conocido por la
riada de noviembre de 1997.
El joven con trastornos
mentales en este caso es José Ventura Calderón, tenía en ese momento 22 años y
estudiada delineación. Todo ocurrió un 26 de diciembre de 1989. Manuel Macarro
Tabares, de 9 años; Francisco Jonathan Vázquez Torres, con 11 años, y Antonio
Rosas Santos, con 11 años también, jugaban en el cruce de las calles Acacias y
Móstoles, en la humilde barriada de Antonio Domínguez. Eran las cinco y media
de la tarde. Sólo la chiquillería ocupaba el asfalto mientras los hombres
trabajaban y las mujeres terminaban sus tareas en las casas. Los chavales
jugaban al fútbol mientras, algo más abajo, un vecino, Joaquín Ballester Díaz,
de 22 años, se disponía a coger su coche aparcado. Alguien pudo escuchar como
el sonido de petardos pero, por desgracia, era otra cosa muy distinta.
José Ventura se había
aproximado hasta el lugar donde jugaban los tres pequeños y a bocajarro disparó
sobre ellos con una pistola Star corta perteneciente a su padre, un teniente
del Ejército del Aire retirado. José Ventura incluso corrió detrás de uno de
los críos que intentó resguardarse en un portal. En sus bolsillos guardaba más
de 30 balas tras haber efectuado 12 disparos.
No contento con eso
también disparó contra Joaquín, el vecino que se disponía a coger su vehículo,
y sólo se pudo parar la matanza cuando otros dos vecinos de la calle se
abalanzaron contra él para reducirle, aprovechando que se había encasquillado
el arma. Pero ya era tarde: dos de los niños habían muerto, otro estaba en
estado muy grave y el joven había resultado herido. Los heridos fueron
trasladados al Hospital Infanta Cristina. El menor falleció pocos días después.
Según se contó después, José había comido en su casa, con su familia, y no
presentaba síntomas de alteración nerviosa que pudiera hacer pensar en un
desequilibrio.
Nadie se podía explicar
cómo este joven podía haber tenido acceso al arma de su padre, teniente del
Ejército del Aire retirado. José Ventura Mazuecos, padre del presunto asesino, guardada
en su domicilio de la calle Martín Cansado número 1 una pistola Star de nueve
milímetros.
La indignación en el
barrio donde vivían los niños fue enorme así como los deseos de venganza. La
prensa de la época recoge esos gritos de dolor y desesperación: “Que lo maten”,
era la frase que repetían una otra y otra vez los vecinos. “El barrio tenía que
haberlo matado, y que después pregunten quién fue”, decían otros vecinos. El
por entonces alcalde de la ciudad, Manuel Rojas, decretó dos días de luto.
¿Qué le llevó al joven
José a actuar así? Se cuenta que siempre fue un niño tímido. Creció en soledad
y en un mundo muy reducido donde no cabían amigos. Ese carácter extraño y
reservado se vio acrecentado, desde hacía tres años, con frecuentes
depresiones. Fue entonces cuando fue sometido a tratamiento psiquiátrico. “Tomaba
sus pastillas y hacía una vida absolutamente normal, sin meterse con nadie”,
decía su familia.
La conmoción por la
muerte de estos tres niños fue brutal en el barrio, en el colegio público donde
estudiaban, el San José de Calasanz, y en la parroquia donde se ofició su
funeral: la de Nuestra Señora de Gracia.
Estos dos casos, el de
Táliga y el de Badajoz, cercanos a nosotros en el tiempo y el espacio, nos
hacen reflexionar sobre los trastornos de la mente y cómo, de manera a veces
inexplicable, pueden llevarles a un individuo con un tratamiento para tener
controlada esta patología a matar. Es algo misterioso y que forma parte de esos
entresijos ocultos y enigmáticos de nuestra mente.
Cuando ocurrio lo de Táliga yo tenia casi la misma edad del niño. Recuerdo que lo leí en la pag de sucesos del periódico que compraba mi padre unos días después y me quedé muy impresionado. Además en el artículo ponia que el niño estuvo viendo en el bar la película que ponían ese día que era «Caso clínico en la clínica» de Jerry Lewis y justo yo había estado viendo la misma película por primera vez en mi casa; es decir; que todavía me impresionó más pensar que mientras yo veía aquella película en mi casa; a 300 km. Aquel niño también la había estado viendo y estaba sucediendo todo aquello tan horrible.
ResponderEliminarGracias por tu comentario!! No nos imaginamos cómo tuvo que ser aquello de duro. Agradecemos tu recuerdo. Seguro que muchos vecinos de la localidad lo recordarán de otra manera distinta y otros no
ResponderEliminarMe gustaría saber más hacerca del caso de los asesinatos en Badajoz, si me contestan por aquí podríais escribirme además el correo electrónico y me pondría inmediatamente en contacto
ResponderEliminarPaso con mucha frecuencia por la puerta del bar donde ocurrió, y al tomar esa curva no hay una sola vez que no recuerde este triste hecho.
ResponderEliminar