Hay una obra
cumbre de la pintura universal que, más de 360 años después de su creación,
sigue despertando a partes iguales curiosidades, enigmas y secretos. Nos
estamos refiriendo a una de las pinturas más analizadas y comentadas en la
historia del arte y una obra maestra del Siglo de Oro español: Las meninas de Velázquez, que llamó la
atención de artistas posteriores como Goya y Picasso. Este último llegó a
encerrarse en su estudio en Cannes para intentar decodificar el mensaje, para
saber cómo pudo Velázquez, a mediados del siglo XVII, pintar ese retrato de la
familia de Felipe IV.
Desde luego los
pintores, intelectuales de sus épocas históricas, utilizaron a menudo sus obras
para decirnos cosas. La pintura es un lenguaje y los cuadros, mensajes
encapsulados. Pero, ¿somos capaces de descifrar ese lenguaje después de tantos
años, los mensajes encriptados alojados en los lienzos más conocidos de la
historia del arte? Por tanto, y en relación a este caso, ¿qué misterio alberga Las meninas de Velázquez? Vamos a tratar
de explicarlo.
Antes de
adentrarnos en esta pintura, merece la pena que nos paremos en la trayectoria
de este insigne pintor del siglo XVII, llamado Diego Rodríguez de Silva Velázquez, nacido en Sevilla en 1599,
ciudad en la que comienza su aprendizaje en el taller de Francisco Pacheco,
desarrollando una pintura realista de corte caravaggiesco,
es decir, tenebrista, por el uso del claroscuro, estilo inspirado en la obra
del pintor italiano Caravaggio. Algunas de las obras de esta fase inicial, en
las que ya comienza Velázquez a manifestar sus dotes de joven genio de la pintura
son El
aguador de Sevilla, Vieja friendo huevos o La adoración de los Magos.
Retrato de Velázquez |
En 1623 se
traslada a Madrid, por recomendación de su maestro y también suegro –se había
casado con su hija Juana–, logra introducirse en la corte y retratar a Felipe
IV, a quien causa tan buena impresión que le nombra “pintor de cámara”. Se
inicia así su segunda etapa pictórica, en la cual destaca el cuadro conocido
como El
triunfo de Baco o Los borrachos, en el que, sin
olvidar su faceta naturalista y los matices de iluminación contrastada, se
aprecian ya los síntomas del gran Velázquez, como su particular dominio y
ambientación de la escena y el tratamiento individual de los personajes, todos
ellos, de gran realismo, aunque hay un anacronismo pues mezcla hombres del
siglo XVII con personajes mitológicos.
"Los Borrachos" de Diego Velázquez |
En 1629 inicia
su primer viaje a Italia por mandato del monarca –le encarga la adquisición de
diversas obras de arte– y del pintor flamenco Rubens, de visita por entonces en
Madrid. Velázquez traba contacto con otros grandes pintores de la época, como
los venecianos. Su principal obra de esta fase italiana es La fragua de Vulcano, de
temática mitológica.
"La Fragua de Vulcano" |
Regresa a Madrid
en 1631 y continúa su obra en la corte, con retratos en pie, en traje de caza y
ecuestres, de Felipe IV, el príncipe Baltasar Carlos y el conde duque de
Olivares, el valido del monarca, así como los cuadros de bufones: El
Primo o El bufón don Diego de Acedo; Francisco
Lezcano, el niño de Vallecas, entre otros. Y La rendición de Breda o Las
lanzas, que conmemora la entrega de esta plaza holandesa a los tercios
de Ambrosio de Spínola. Se aprecia aquí, en esta gran pintura, su magistral
captación del espacio y la profundidad a través de la perspectiva aérea.
Tras un segundo
viaje a Italia, en 1649, en el que pinta los Jardines de la Villa Médicis , regresa a los
dos años a España para iniciar su última etapa artística, en la que, además de La Venus del
Espejo –el único desnudo de la casta pintura española del Barroco–,
deja dos obras magistrales para la historia del arte: Las hilanderas y Las
meninas, en las que Velázquez demuestra sus dotes para captar el
ambiente, la atmósfera a través de la perspectiva aérea.
"Las hilanderas" |
En Las
hilanderas, llamada también La fábula de Aracne, Velázquez
plasma un tema mitológico inspirado en Las
metamorfosis de Ovidio, que recoge la competición en el arte del tejido e
hilado entre la orgullosa Aracne y la diosa Atenea, que terminará con el
vencimiento y el castigo de la mortal, convertida en araña. Temáticamente es
una de sus obras más enigmáticas pues aún no se conoce el verdadero propósito
de esta obra, en la que se mezcla lo popular y costumbrista (hilanderas con
ruecas) con lo mitológico. El cuadro merece la pena ser detenidamente observado
pues se aprecian, por ejemplo, curiosos recursos ópticos para ambientar la
escena. Así, Velázquez no pinta los radios de la rueca a fin de dar la
impresión de que esta se mueve a gran velocidad, dibuja dos dedos meñiques en
la mano de la hilandera para indicar que lo está moviendo, desenfoca figuras y
baila con la imaginación pues parece mezclar en el tapiz del fondo los
personajes reales con los que están representados en la escena.
Las
meninas
Sin embargo, la
gran obra de Velázquez, la más conocida, es Las meninas, de 1656, que
figuró siempre en los inventarios de palacio como La familia de Felipe IV
hasta que Pedro de Madrazo, en 1843, le dio su nombre universal: Las meninas. Luca Giordano, pintor
barroco italiano, cuando vino a España como pintor de cámara de Carlos II, lo
apreció enormemente refiriéndose a él como “la Teología de la Pintura ”, queriendo dar a
entender que, “así como la
Teología es la superior de las Ciencias, así aquel cuadro era
lo superior de la Pintura ”.
El término menina es de origen portugués, significa
“niña”, “joven”, y se daba en la corte a las doncellas de honor, como las dos
damas que acompañan a la infanta Margarita: María Agustina Sarmiento, que es la
que le ofrece agua en un búcaro, e Isabel de Velasco. La obra Las meninas consiste también en una gran
puesta en escena que recoge un momento cotidiano de la vida palaciega. Vemos a
la enana Maribárbola, y un diminuto bufón, Nicolasito Pertusato, que patea a un
adormilado mastín, así como, en un plano umbrío, a Marcela de Ulloa, “guarda
menor de damas” y a un guardadamas varón sin identificar.
La magia está en
la ambientación espacial a través de la perspectiva aérea, cómo capta el aire,
el ambiente, sin emplear líneas de fuga, y en la puerta que se abre al fondo,
donde un personaje enigmático (don José Nieto Velázquez, tal vez pariente del
pintor, jefe de tapicería de la reina) ha detenido el tiempo en el umbral,
donde la luz que reverbera parece introducirnos en otra dimensión.
No obstante, el
gran enigma y misterio es ¿qué estaba pintando Velázquez en el lienzo cuyo
armazón vemos parcialmente en primer plano en la parte izquierda del cuadro? Y,
por otro lado, ¿qué miran Velázquez, la infanta Margarita y sus acompañantes?
¿Qué les llama su atención?
Hay varias
respuestas a estas preguntas porque el maestro supo jugar al despiste. Parece
que Velázquez se hallaría retratando a la pareja real reflejada en el espejo
del fondo, o sea, estaríamos asistiendo a una sesión de posado para un retrato
de la corte. Pero la ligera sorpresa que parecen mostrar algunos miembros de la
escena, en particular la menina, que inicia una breve reverencia, o don José
Nieto, que vuelve la cabeza desde la puerta, o la propia infanta, que mira con
cariño a sus padres, sugieren como una llegada repentina de éstos al taller
donde Velázquez pintaba acompañado de quienes estaban pasando el rato en el
aburrido palacio. Sin olvidar al perro del primer plano y a los bufones, uno de
ellos, tan travieso, que acaricia al adormilado animal.
Entonces, ¿qué
pintaba Velázquez en el lienzo? Probablemente lo mismo que estamos
contemplando: una escena cotidiana de un día cualquiera en el mismo lugar de
siempre donde tenía su taller, sirviéndose de un espejo enfrente para que le
devolviera la imagen de lo que estaba sucediendo. Hay una prueba evidente del
espejo: y es la mancha facial que se observa junto a la sien derecha de la
infanta, que en otro retrato de la princesa, de 1660, inacabado por Velázquez
(lo culminó su discípulo Juan Bautista Martínez del Mazo), esa mancha sobre la
piel se observa en la sien contraria, la izquierda, lo que demostraría el uso
de un espejo enfrente, que invierte las imágenes. ¿Y los reyes reflejados al
fondo, en el espejo de la pared? Sería un truco para jugar con recursos
ópticos, muy de moda en ese tiempo.
O quizá
Velázquez no pintaba nada, esa escena nunca ocurrió tal y como la vemos
representada y solo quiso dejarla así, para la posteridad, para que
discurriéramos divagando por los siglos de los siglos. Enigmas del mundo del
arte.
Emplazado
originalmente, el cuadro, en el casi inaccesible despacho del rey, las
interpretaciones que se han hecho sobre su móvil y significación son, por
numerosísimas y variadas, inabordables. Predominan, en todo caso, dos, que se
pueden considerar como complementarias: una de carácter político, que sintetiza
la esperanza de supervivencia de una dinastía cada vez más amenazada; y otra,
que alegoriza el triunfo de la pintura. La situación de la infanta Margarita en
el centro del primer plano del lienzo, donde se cruzan los ejes frontal y
transversal, evidencia que ella es el principal objeto de atención del cuadro.
Su protagonismo reside, precisamente, en ser centro de atención de los demás;
tanto Velázquez como el rey la miran depositando en su frágil figura la
esperanza de la posible salvación del futuro de la dinastía.
Al respecto hay
que reseñar que la infanta Margarita había nacido en 1651, fruto del segundo
matrimonio del monarca, de Felipe IV, con su sobrina Mariana de Austria. Cuando
se pintó el cuadro todavía no había nacido Felipe Próspero, que lo haría el año
1657 y cuya temprana muerte, acaecida en 1661, truncaría la sucesión de un
varón en el trono, aunque se vería garantizada ese mismo año con el nacimiento
del príncipe Carlos, que reinaría más tarde como Carlos II, apodado “el Hechizado”, y con el que se
extinguiría definitivamente la dinastía austriaca en España.
El aura de
misterio que envuelve a la obra de Velázquez se debe también a la
interpretación astronómica que de ella se hizo. Diversos expertos han puesto el
acento, al referirse a Las meninas, a
supuestas coordenadas astronómicas que Velázquez podría haber utilizado al
disponer a los personajes sobre el lienzo. Se habla de la constelación
Capricornio y la de Corona Borealis, que puede dibujarse trazando líneas
imaginarias entre los corazones o las cabezas de los protagonistas, y cuya
estrella principal es Margarita Coronae, precisamente. Margarita como Margarita
de Austria, figura central del cuadro.
La teoría viene
reforzada por algunos estudios que aseguran que el pintor era aficionado a la
astronomía. Su biblioteca, dice algún estudio, era rica y abundante en tratados
científicos de diversa índole, entre los que destacaba la Suma Astrológica de Antonio Nájera. Se ha sabido,
además, que el pintor poseía herramientas para poder ver las estrellas. Cuando
el pintor murió en su estudio aparecieron numerosos libros de física,
matemáticas y astronomía, que corroborarían todo esto.
Otro aspecto
enigmático de la obra es la utilización, para su composición, del número áureo también llamado número de oro, un elemento algebraico
–utilizado antes que Velázquez por muchos pintores renacentistas–, con curiosas
propiedades matemáticas.
Por último –y
sólo para despertar la curiosidad de los amantes del misterio–, debemos
mencionar la copia de la obra que existe en Inglaterra, firmada por el propio
Velázquez y de un tamaño más reducido que el original. Hay quien afirma que fue
una copia para mostrar al rey antes de la ejecución del cuadro definitivo pero,
teniendo en cuenta el simbolismo del cuadro, la enorme carga enigmática que
esconde… ¿quién puede asegurar que el pintor quisiera reservarse para sí una
parte del poder que pudiera tener su propia obra?
Además, por
cierto, se salvó del incendio del Alcázar Real de los Austrias, en la nochebuena
de 1734, que se encontraba en el solar que hoy ocupa el Palacio Real de Madrid.
Desde luego, lo
que está claro es que hay pocos cuadros como éste, que, tratándose de pintura
realista, pueda sugerir tantísima imaginación e interpretaciones.
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