Estados Unidos
ha sido un país que, tradicionalmente, ha sabido ensalzar muy bien su corta
historia, de menos de 250 años, y su concepto de orden, de estructura
socio-política y económica. Pocos países como éste han desempeñado un papel tan
decisivo en la configuración del orden mundial contemporáneo, especialmente
durante el siglo XX, no sólo en lo concerniente a su política exterior sino
también en su idea de difundir valores que creía que todos los otros pueblos aspiraban
a compartir.
Y en esa difusión
de los valores americanos en el mundo hay una figura que resulta fundamental:
su presidente, que, según la tradición política americana, los presidentes
estadounidenses son hombres comunes pero no corrientes. Es decir, pertenecen al
pueblo pero están dotados de cualidades y virtudes extraordinarias. Constituyen
lo que Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos de América y uno de
los Padres Fundadores de la
Nación , denominó la “aristocracia natural”: personas
dedicadas al servicio público en pos del bien común, depositarios de la virtud
cívica o republicana al asumir su compromiso con el progreso político y moral
de la república. Ahí están los nombres de los grandes próceres de la nación,
los presidentes más queridos: George Washington, Thomas Jefferson, Abraham
Lincoln, Theodore Roosevelt, Franklin Delano Roosevelt o John F. Kennedy,
algunos de los cuales están representados en el monumental conjunto escultórico
tallado en el Monte Rushmore, en el Estado de Dakota del Sur.
Aparte de sus
cuarenta y cinco presidentes, Estados Unidos cuenta en los anales de su
historia, al menos de la no oficial, con un desconocido personaje que se
autoproclamó emperador de Estados Unidos con el nombre de Norton I. Por histriónico que parezca, fue un personaje de carne y
hueso, que se hizo llamar así, Norton I, y actuaba de ese modo, en un país que
ha presumido siempre, desde su creación, de su tradición democrática y
republicana. Y en el que algunos de sus presidentes, dicho sea de paso,
convirtieron el despacho oval en una especie de “trono de los hombres comunes”.
JFK, con su familia, la dinastía de los Kennedy, fue un caso emblemático en esa
especie de monarquía republicana en los EE.UU.
Pero, ¿quién era
realmente este curioso y excéntrico personaje? Tenemos que remontarnos casi a
comienzos del siglo XIX, en torno a 1814 y 1819, años entre los cuales oscila
el nacimiento de Joshua Abraham Norton,
según diferentes fuentes históricas. Se cree que nació en Inglaterra y que
procedía de una familia de comerciantes de orígenes judíos. Cuando tenía dos
años, sus padres se trasladaron a Sudáfrica. Posteriormente, en 1849, emigró de
Sudáfrica a San Francisco, California, después de recibir un obsequio de 40.000
dólares de su padre (posiblemente de su herencia).
Fue una
desapacible mañana de noviembre de 1849 cuando Norton desembarcó de la goleta Franziska en la bahía de San Francisco.
Era un hombre alto, treintañero que, con su larga esclavina morada, a modo de
capa, le confería un porte distinguido que centró enseguida las miradas
curiosas de quienes estaban ese día en el muelle. Con la fortuna de su padre
consigo, en menos de dos meses, levantar un gran edificio en una de las
principales arterias de San Francisco, colocando en la fachada un enorme
letrero de un extremo a otro en el que se podía leer: “J. A. Norton,
Comerciante”.
Durante un
tiempo le fue bien y llegó a amasar bastante dinero. Sin embargo, su ambición
desmedida con el negocio del arroz, unido a varios litigios, y a un terrible
incendio que devastó medio millar de edificios comerciales en San Francisco, le
llevaron a la bancarrota.
Este estado de
ruina total le provocó una locura mental (o no) y, tras volver a San Francisco,
después de su exilio autoimpuesto, se autoproclamó emperador. Previamente ya se
había disgustado mucho al percibir, en su opinión, las vicisitudes de los
sistemas legal y político de los Estados Unidos. Y decidió que había que hacer
algo.
Así, el 17 de
septiembre de 1859 envió cartas a varios periódicos de la ciudad, en donde se
proclamó como “Emperador de Estados Unidos”. Este título, según la proclama que
él mismo distribuyó por toda la ciudad, le había sido debidamente conferido por
la Asamblea
del Estado de California. Después, cuando los mexicanos “le suplicaron”, según
dijo, que los gobernara porque, tal y como añadió, “anhelaban un gobierno
fuerte y sabio”, se adjudicó también el título de “protector de México”, con
estas palabras: “Dada la incapacidad de
los mexicanos de regir sus propios asuntos, yo, Norton I, asumo el papel de
Protector de México”.
En su autoproclamado rol como
emperador, publicó varios decretos sobre cuestiones relacionadas con el Estado,
en los que denunciaba la corrupción en el país. Al asumir el control absoluto
sobre el país, consideró que no era necesario contar más con una legislatura,
por lo que el 12 de octubre de 1859 autorizó formalmente la disolución del Congreso
de los Estados Unidos.
Durante sus “veintiún años de
reinado” lanzó varias proclamas como la disolución de los partidos Republicano
y Demócrata, y otras ridículas, como el establecer una multa de veinticinco
dólares a quien, tras haber sido advertido, se refiriese a la ciudad con el
nombre despectivo de Frisco. Otras medidas suyas fueron visionarias, como la
orden para el establecimiento de una comunidad internacional de naciones
(antecedente de lo que fue después la Sociedad de Naciones y la ONU ) o las proclamaciones en
que ordenaba la construcción de un puente colgante en la bahía de San
Francisco, sin interrumpir la navegación, justo en el lugar hoy ocupado por el
Golden Gate. También impuso un impuesto semanal a los tenderos y bancos (y lo
curioso es que casi todo el mundo pagaba).
No obstante, en verdad, sus
decretos y proclamas rara vez eran tomados en serio y Norton siguió llevando
una vida simple. Carecía de poder político y su influencia se extendía
solamente tan lejos como le fue complacido por aquellos alrededor de él. Lo que
sí tuvo fueron prerrogativas: comió en los mejores restaurantes a cuenta de la
casa y tenía incluso un asiento reservado en los teatros de la ciudad (se
cuenta que ningún espectáculo se atrevía a comenzar sin antes haber
predispuesto asiento para el emperador y sus dos perros). Cuando Norton I
entraba en la ópera, todos los demás asistentes se ponían en pie y guardaban
silencio hasta que se sentaba. Hay una jugosa anécdota que dice que, en el
vagón restaurante de un tren con destino a San Francisco, Norton le pidió a un
camarero un auténtico banquete. El sirviente no le hizo caso y ante su
insistencia, enfurecido por la impertinencia, aporreó la mesa y anunció la
medida de derogar la concesión al ferrocarril. La compañía, la Central Pacific , rectificó y le
envió un pase vitalicio para todas las líneas de California y los coches
restaurantes.
El emperador Norton I procedió a
establecer el parentesco con las casas reinantes entonces en Europa, como suele
acontecer con este tipo de nuevos monarcas. Pretendía ser un Borbón, llegando a
decir incluso que provenía de una rama de esta dinastía, y detestaba a
Napoleón, con la misma vehemencia con la que negaba sus ancestros hebreos. Durante
un tiempo, Norton I acarició la posibilidad de casarse hasta que posó sus ojos
en la reina Victoria I de Inglaterra, según se decía. La realidad es que Norton
I sí llegó a cartearse con ella, con su “amada prima”, en palabras suyas. Primos
suyos eran también, decía, el emperador de Austria y el rey de Prusia,
Guillermo I, a quien envió amistosos consejos durante la guerra
franco-prusiana, festejando la victoria prusiana frente a Napoleón III con un
edicto.
El emperador Norton tenía su
corte en un edificio gris de habitaciones de alquiler, con retratos de reyes y
emperadores colgados de la pared. Por las tardes, se paseaba por las calles
seguido de dos perros mestizos, Bummer y Lazarus, y correspondía con toda
seriedad a las reverencias de sus súbditos. Se cuenta incluso que iba a una
iglesia diferente cada domingo, con el fin de evitar celos.
Con el estallido de la guerra de
Secesión, en 1861, Norton I siguió el curso de la contienda con “profunda
preocupación”. Y hasta llegó a convocar en San Francisco al presidente Lincoln
y a Jefferson Davis, Presidente de la Confederación , para mediar entre ellos. Al ver
que no comparecía ninguno y que ni siquiera le contestaban, ordenó un alto el
fuego hasta que él “tomara su imperial decisión”.
En 1863, tras la muerte de uno de
sus perros, Lazarus, atropellado en un accidente por un vehículo perteneciente
al Departamento de Bomberos de San Francisco, ordenó un periodo de luto público.
Asimismo, otra de sus excentricidades como monarca fue hacer billetes con su
denominación, que la propia municipalidad validaba y cambiaba por dólares
reales al mismo monto, llegando a pagar con ellos varios productos. Estos
billetes son, hoy en día, una rareza calculada en miles de dólares en casas de
subastas.
Desde luego, de lo que no se
podía acusar al autoproclamado emperador era de haberse hecho rico. Más bien
todo lo contrario. Se le consideraba un gobernante justo y honrado, que no se
enriqueció por su posición. De hecho, en 1867, un oficial de la policía arrestó
a Norton por vagabundo. La gente se indignó mucho. La población no se
tranquilizó hasta que el director de la policía le liberó y una delegación de
concejales le visitó y le pidió disculpas varias veces. Él era magnánimo y
olvidó el incidente.
En el censo realizado en 1870 se
recogía que Norton vivía en el 624 de Commercial Street y en el apartado “ocupación”
se anotó “emperador”, aunque también se indicó
que estaba loco. Cuando su vestimenta estaba sucia o raída, le bastaba con
anunciar en la prensa que necesitaba un uniforme nuevo para que se lo regalasen
sin problema. Las propias autoridades municipales le obsequiaron con atuendos
nuevos.
Su influencia entre la ciudadanía
de San Francisco era tal que, en una ocasión, llegó a detener a una turba. Los
manifestantes se dirigían, indignados, hacia las viviendas de los trabajadores
chinos, dispuestos a apalear a varios de ellos, cuando Norton I se colocó
frente a la manifestación, se subió a una caja para que todo el mundo le viera,
y se puso a cantar. Y, a continuación, soltó un largo discurso sobre las
ventajas de llevarse bien con todo el mundo y la necesidad de amar al prójimo.
Debió de ser grandioso pues la enfurecida masa se transformó en un montón de
gente sonriente de camino a su casa.
La mayor parte de su vida y de su
peculiar reinado transcurrieron casi por completo en San Francisco,
convirtiéndose él mismo en una atracción turística más. Su muerte fue rápida e
inesperada: falleció el 8 de enero de 1880, víctima de un repentino ataque de
apoplejía mientras caminaba por una calle de San Francisco para asistir a una
conferencia en la Academia
de Ciencias Naturales. Su muerte causó un gran estupor entre los ciudadanos y
los periódicos publicaron extensos álbumes de fotografías y reportajes sobre
los principales hitos de su vida. A sus funerales asistieron unas diez mil personas,
incluidas dos mil mujeres y niños, y el cortejo fúnebre se extendió por más de
tres kilómetros, hasta el cementerio masónico de la ciudad. Una vez allí, un
coro de doscientos jóvenes que profesaban inmenso cariño al difundo entonó sus
himnos predilectos mientras lo sepultaban. En 1934 sus restos fueron
trasladados, a expensas de la ciudadanía, al cementerio Woodlawn, bajo una
lápida con el epitafio: “Emperador de los
Estados Unidos y Protector de México”.
Su necrológica decía así: “El Emperador Norton no mató a nadie, no robó
a nadie, no se apoderó de la patria de nadie. De la mayoría de sus colegas no
se puede decir lo mismo”.
No es infrecuente que personas
afectadas por una psicosis tengan lo que se suele llamar “delirios de grandeza”
pero el caso de Norton es peculiar porque consiguió que la gente de San
Francisco le apreciara y le siguiera la corriente. Se dirigían a él como “Su
Majestad”. De hecho, era percibido como un buen conversador, gentil y amable,
cortés con los niños y respetuoso con los mayores. Por todo ello no resulta
extraño que la gente le quisiera. Seguramente muchos pensarían que aquel
emperador de opereta era mejor que algunos de sus legítimos gobernantes.
Joshua A. Norton, o Norton I, el
hasta la fecha único emperador de los Estados Unidos, tuvo su repercusión también
en la cultura popular e influencia posterior. Así, Mark Twain lo convirtió en
eterno cuando en su novela Las aventuras
de Huckleberry Finn basó el personaje del rey en él.
En el centenario de su fallecimiento,
en 1980, tuvieron lugar una multitud de ceremonias en San Francisco,
conmemorando este hecho y en la actualidad existe un grupo de simpatizantes que
promueve una iniciativa que busca cambiar el nombre del puente de la bahía de
San Francisco por el de Emperor Norton
Bridge.
Su legado llega también a cómics,
novelas o series de televisión. Es el caso de Bonanza, que, en la década de los sesenta del siglo XX, le dedicó
un episodio en donde Norton, además de haber ideado el puente colgante Golden Gate,
aparece como un gran defensor de los habitantes chinos de San Francisco y amigo
personal de Mark Twain.
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