La historia del voyeur Gerald Foos y su motel

 En el año 2016, el reputado periodista y escritor norteamericano Gay Talese publicó un libro donde contaba las experiencias reales de un 'voyeur' llamado Gerald Foos que adquirió un motel en el estado de Colorado a finales de los 70 y que lo utilizó durante varios años después como "laboratorio de observación".

Fue un libro polémico por un error de fechas y por las cosas descritas que vio su propietario (entre ellas, un asesinato).

En este dossier sonoro os cuento la historia, detalles de algunas situaciones que se vieron y cómo acabó toda la polémica entre el autor del libro y el propietario del motel Manor House.



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Querido señor Talese:

            Tras enterarme de la publicación de su muy esperado estudio sobre el sexo a lo largo y ancho del país, que se incluirá en su libro de próxima aparición La mujer de tu prójimo, me considero poseedor de una importante información que podría formar parte de ese libro o de otro futuro.

            Seré más concreto. Desde hace quince años soy el propietario de un pequeño motel de veintiuna unidades situado en el área metropolitana de Denver, y al tratarse de un establecimiento de clase media, ha atraído a gente de lo más variopinto y ha tenido como huéspedes a una muestra enormemente representativa de la población estadounidense. Compré este motel para satisfacer mis tendencias de voyeur y mi irresistible interés por todas las fases de la vida de la gente, tanto social como sexualmente, y para responder a la antiquísima pregunta de “cómo la gente se comporta sexualmente en la intimidad de su dormitorio”.

            A fin de lograr ese objetivo, compré este motel y lo dirigí yo mismo, desarrollando un método infalible para poder observar y escuchar las interacciones de las vidas de diferentes personas sin que se enteraran de que eran observadas. Lo hice tan solo por mi ilimitada curiosidad acerca de la gente, y no únicamente como si fuera un voyeur perturbado. Es algo que he hecho durante los últimos quince años, y he llevado un diario escrupuloso de la mayoría de individuos que he observado, compilando interesantes estadísticas sobre cada uno: qué hacían, qué decían, sus características individuales; edad y complexión; región de procedencia, y comportamiento sexual. Estos individuos eran de condiciones sociales y profesiones diversas. El hombre de negocios que lleva a su secretaria a un motel a mediodía, algo que generalmente se clasifica como “de casquete rápido” en el gremio de moteleros. Parejas casadas que viajaban de un estado a otro, ya fuera por negocios o vacaciones. Parejas que no estaban casadas pero vivían juntas. Mujeres que engañaban a su marido y viceversa. Lesbianismo, del que llevé a cabo un estudio personal debido a que cerca del motel se encuentra un hospital del ejército de los Estados Unidos en el que trabajan numerosas enfermeras y miembros femeninos del ejército. Homosexualidad, que no me interesaba mucho pero que observé para determinar su motivación y procedimiento. Los años setenta, sobre todo su parte final, trajeron otra desviación sexual llamada “sexo en grupo”, que observé con gran interés.

            Casi todo el mundo clasifica las prácticas precedentes como desviaciones sexuales, pero puesto que hay una gran proporción de gente que las practica de manera habitual, deberían reclasificarse como inclinaciones sexuales. Si los investigadores sexuales y la gente en general poseyeran la capacidad de indagar en las vidas privadas de los demás y ver cómo practican y llevan a cabo estas actividades, y pudieran determinar con exactitud el elevado porcentaje de personas normales que se entrega a estas así llamadas desviaciones, su opinión cambiaría de inmediato.

            He visto expresarse casi todas las emociones humanas, con toda su tragedia y humor. Sexualmente hablando, durante estos últimos quince años he presenciado, observado y estudiado de primera mano el mejor sexo entre parejas, espontáneo, no de laboratorio, y casi todas las demás desviaciones concebibles.

            El principal objetivo a la hora de proporcionarle esta información confidencial es la creencia de que podría ser muy valiosa para la gente en general y para los investigadores del sexo en particular.

            Además, durante mucho tiempo he querido contar esta historia, pero no tengo talento suficiente, y me da miedo que me descubran. Espero que esta fuente de información pueda ayudarle a añadir una perspectiva adicional a sus otras fuentes en la elaboración de su libro o libros futuros. Si no le interesa esta información, quizá podría ponerme en contacto con alguien que pudiera utilizarla. Si está interesado en obtener más datos o le gustaría inspeccionar mi motel y sus actividades, por favor escríbame al apartado de correos que adjunto o notifíqueme cómo debo ponerme en contacto con usted. De momento no puedo revelar mi identidad a causa de mi negocio, pero se la revelaré cuando me asegure que esta información será completamente confidencial.

            Espero que me responda. Gracias.

 



Cuando el periodista estadounidense nacido en 1932, Gay Talese, recibe esa carta de un desconocido de Colorado se queda completamente asombrado de esa ilegalidad cometida por esta persona ya que se dio de bruces con un auténtico caso real de lo que él llama en el libro “un voyeur perturbado”, pero que como escritor de libros dedicados a esa particularidad obsesión y casi que a veces filia sexual tan llamativa prosiguió adelante con esta idea de conocer más de ese hecho real, investigarlo y relatarlo en un libro publicado en 2016. Gerald Foos es el personaje de esta historia que recibe al autor de ese libro en el aeropuerto de Denver a principios de los años ochenta aquel día de un 23 de enero, estas dos personas se iban a convertir en inseparables durante un breve tiempo de investigación dentro de un humilde motel donde durante 15 años ningún huésped supo o adivinó que les estuvieron observando.

El periodista firma antes un documento donde se compromete a no mencionar el nombre del dueño de este motel ni de su negocio ante esa información procedente de un hombre de “ilimitada curiosidad acerca de la gente” y que de alguna manera, cuando lees este libro, se te despierta una ilimitada curiosidad con el comportamiento de esos huéspedes que llenaron las habitaciones de aquel motel convertido en una especie de ‘Gran Hermano’ único para el dueño la mujer de éste donde vieron de todo y aprendieron sobre los comportamientos de todo tipo que observaron durante tanto tiempo.

Una curiosidad, que según cuenta Talese en ese libro, se despierta en Gerald Foos cuando era muy joven y que aplicó durante pocos años a un familiar utilizando la pillería y la curiosidad de un pequeño infante con el sexo que se despertó muy pronto. Una curiosidad que compartió con su esposa Donna cuando la conoció y que ella aceptó como una gran característica de él. Ella fue la que le propuso a Gerald anotar en una especie de diario las situaciones y vivencias voyeurísticas, y de esta forma, consiguió reunir centenares y centenares de páginas con distintas situaciones recogidas a lo largo de los años setenta tras comprar aquel motel Manor House, en el 12700 de la avenida East Colfax de Aurora (Texas).

No es casualidad que Gerald escogiera esa avenida y aquel motel. La famosa revista Playboy la calificó como la “calle más larga y más pérfida de los Estados Unidos”. Él mismo le dice a Gay Talese que en esta calle hay unos doscientos cincuenta moteles y que antes de comprar ese en concreto se fijó en el motel Riviera, de dos plantas, que primero utilizó como mirón de forma experimental para lo que iba a ser su enorme proyecto. Pero, finalmente, decide comprar el Manor House, motel de una sola planta que poseía un atrayente tejado a dos aguas que se elevaba en su centro dejando un hueco de aproximadamente metro ochenta que su dueño podría utilizar para cruzar el suelo del desván sin tener que agacharse y, de esta forma, si practicaba unas aberturas discretas en los techos de las habitaciones de sus huéspedes, podría observar las escenas que discurrieran a sus pies.

Así que, ese edificio de ladrillo pintado de verde con puertas de color naranja y con veintiuna habitaciones se iba a convertir en ese laboratorio experimental de observación y ocio de este voyeur americano que anotaba diariamente en un cuaderno donde se dio cuenta que esto sobrepasaba expectativas más allá de su deseo. Y de hecho, el propio autor del libro define muy bien en un párrafo cuál es la verdadera motivación de un voyeur para hacer lo que hace:

Un voyeur está motivado por la expectativa; en silencio invierte infinitas horas con la esperanza de ver lo que espera ver. Y sin embargo, por cada episodio erótico que presencia, también tiene acceso a multitud de momentos mundanos y a veces de lo más aburridos que representan la rutina diaria humana de lo vulgar: gente defecando, haciendo zapping, roncando, afeitándose delante del espejo y haciendo otras cosas demasiado tediosas y reales para los reality shows de la actualidad. Nadie cobra menos por hora que un voyeur.

Fragmento de la carta que recibió Gay Talese por Gerald Foos en 1980. // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara


Pelo negro, ojos oscuros, tez pálida, huesos grandes y altos… esa es la descripción que le da Talese en su obra, con algunas fotografías de nuestro protagonista que muestran una cara inocente por ejemplo jugando al golf en Pebble Beach, una pose casi de modelo en una playa de Waikiki donde se ve su aspecto de tipo fornido y ex deportista, otra en la que aparece posando junto a sus padres delante del hotel Manor House a finales de los años sesenta u otra en la que aparece en la recepción de su motel, en la misma década, con una sonrisa cómplice que era la misma que ponía a cada visitante que hacía uso de los servicios de aquel edificio. La misma sonrisa cuasi maquiavélica que mostraba cuando los observaba desde aquella plataforma que construyó para ver lo que hacían. En muchas ocasiones de la lectura de este libro parece que empatizas un poco con el personaje por algunas de las teorías y situaciones que le ocurren, es decir, a pesar de que hizo algo ilegal parece que todos acompañamos la aventura de este voyeur reconocido y desatamos ese punto de curiosidad que todos tenemos en mayor o menor escala. La descripción del motel Manor House (situado en el 12700 de la avenida East Colfax, Aurora, Colorado) es tan simple como el típico motel que hemos visto en las películas, donde vimos las escenas de suspense de la película Psicosis y desde donde este voyeur tuvo no solo como lugar de ocio y trabajo, sino también como tesis sociológica por las cosas que recogió y le contó a Gay Talese. Un motel que desde fuera parece como otro cualquiera pero que interiormente guarda uno de los mayores secretos jamás guardados y tratados posteriormente en libro: una “plataforma de observación” en el interior de ese tejado a dos aguas.

Criado en un ambiente rural, Foos despierta desde muy temprano curiosidad por la lectura y también por el coleccionismo de cromos de béisbol. Dos facetas que iban a ser interesantes cuando se metió en el tema de su motel porque de alguna forma esa capacidad creativa a la hora de escribir y esa información recopilada le iban a adelantar mucho trabajo al escritor Gay Talese a la hora de quedarlo plasmado. Gerald fue también un gran deportista, practicó béisbol, fútbol y atletismo. Y antes de zambullirse en sus visiones desde el techo, ya de niño se pirraba por espiar a su tía Katheryn de la que estaba enamorado e, incluso, con el motel ya funcionando, muchas veces mentía a su esposa para ir a observar desde la distancia a su primer amor del instituto (Barbara White) de la que siempre estuvo enamorado y que por cuestiones de la vida, no prosiguieron con su relación más allá de aquel amorío adolescente que tuvieron. Gerald también pasó un tiempo en la Marina adherido al equipo de demolición submarina en los años cincuenta que fueron los precursores de los SEAL. Foos no fue un hombre estúpido, y eso se dio cuenta Gay Talese cuando cenando con él en un asador este hombre le puso muchas trabas y condiciones a la hora de contar su historia compilada en un manuscrito de centenares de páginas con los nombres y datos de muchos de sus huéspedes, por lo que, la primera condición que le puso Gerald a Gay fue preservar la intimidad de esos huéspedes y ser prudente a la hora de redactarla ya que la iría obteniendo poco a poco según iba obteniendo los datos del registro y del diario que él personalmente fue redactando en aquellos años como observador. Gay Talese le hace la pregunta del millón antes de comenzar su buena relación laboral-.amistosa: ¿se sintió usted culpable por haber espiado a sus huéspedes? Y él le contesta que aunque sintió miedo muchas veces de que lo pillaran, no estaba dispuesto a aceptar que sus actividades en el desván del motel perjudicaran a nadie.

“Contemplar a la gente es algo muy antiguo, pero si nadie se queja, no hay invasión de intimidad: Desde que soy propietario de este motel he observado a centenares de huéspedes, y ninguno de ellos se ha enterado”.

Gerald Foos, propietario del Manor House.

 

Fotografía del propio Gerald Foos expuesta en el libro 'El motel del voyeur', de Gay Talese (Alfaguara).

Varios meses le llevó a Foos idear ese plano o “proyecto de observación” que tenía en mente para que fuera, según sus palabras, “perfectos e indetectables”. Con su inseparable mujer, Donna, como ayudante, cuenta en el libro que al principio se le ocurrió colocar espejos opacos en el techo, pero rápidamente desecha la idea porque le detectarían muy rápido. Entonces decide desarrollar un método en el que el huésped nunca se dé cuenta de que le están espiando ya que él ante todo dejaba la ética por delante y se repetía a sí mismo que: “Un huésped tiene derecho a su intimidad, y jamás ha de saber que ha sido invadida”. Así que decide instalar unos falsos conductos de ventilación cerrados con una reja de celosía de quince por treinta y cinco centímetros y tener once de ellas (una por cada habitación) en la que debería tener mucho cuidado de no contarle el fin de este trabajo al operario que le ayudaría. Sin duda, era un hombre muy discreto para con su obsesión. Solamente su mujer Donna conocía sus verdaderas intenciones y ésta le apoyó en todo momento. Ya no solo el apoyo emocional en esta tarea casi surrealista y denigrante para las que iban a ser las víctimas, sino también apoyo físico, porque esta mujer se jugó el tipo subida desde una silla o escalera dándole a su marido esas pesadas rejillas que Foos fue colocando en cada abertura para posteriormente asegurarlas apretando cada tornillo para asegurarla y que no fuera manipulada desde fuera o desde abajo según la posición indicada. Por encima de esa rejilla, tres capas de moqueta peluda la cubrían sujetas con clavos cubiertos con remaches de goma para amortiguar los crujidos que pudieran provocar las pisadas. Lo tenía todo controlado, todo pensado, todo medido. Una obra de ingeniería en la altura desde donde observaría perfectamente los pies de la cama de sus huéspedes ya que como él escribió: “La ventajosa ubicación del conducto ofrecerá una excelente oportunidad de observar y también escuchar las discusiones de los sujetos. El conducto distará aproximadamente entre metro ochenta y dos metros y medio de los sujetos”.

Una vez instaladas las doce rejillas de celosía en las habitaciones designadas, Foos le pidió a Donna que fuera a cada una de ellas, se tumbara en la cama y mirara hacia el conducto para comprobar si podía ver a alguien tras la rejilla. Si ella le confirmaba que podía verle, él bajaba a la habitación en concreto y con unos alicates doblaba los listones en un ángulo que ocultara su presencia en el desván y ver con claridad en el cuarto sin que nadie pudiera verle a él. Un proceso de ensayo y error que, dice, le llevó varias semanas, que fue agotador y que además le hizo perder tiempo libre a su esposa cuando no estaba haciendo sus labores de enfermera. Según Foos, Donna no era ninguna voyeur, sino que fue la esposa devota de un voyeur. Y de hecho, el hombre confiesa que hacía el amor con su esposa mientras veían a los huéspedes también haciéndolo. Se excitaban con sus observaciones y aprovechaban ellos mismos para pasárselo bien también observando desde las rendijas. “Incluso a un matrimonio que mantiene unas relaciones sociales sexuales satisfactorias no le viene mal un poco de picante”, dijo Foos. Y ese picante, lo encontraron.

Foos le confiesa a Talese que sus observaciones a los huéspedes comenzaron durante el invierno de 1966. Que de tanto tiempo que pasaba en el desván tomando notas y observando como mero ocio propio, hubo veces que se quedaba hasta dormido y su mujer, Donna, lo despertaba con algún tentempié o para realizar el acto de consumar el matrimonio. El autor del libro, Gay Talese, confiesa en el mismo que Foos le ofreció una noche realizar el acto de espionaje a una pareja joven y muy atractiva que se hospedaban en la habitación 6, donde, según el dueño, era “la que mejor vistas tenía” y por eso la reservaba a las parejas más jóvenes y atractivas. Foos tenía un método de escape rápido por si algún huésped llegaba mientras él estaba en el desván con sus observaciones: en recepción tenía la típica campanilla y un timbre que el cliente utilizaba si no veía a nadie en ese momento y quería ser atendido pronto. Ese timbre poseía un mecanismo para emitir un sonido amortiguado en el desván, donde Foos lo escucharía y en menos de tres minutos podría salir de su escondite y estar atendiendo sin problema y sin que nadie sospechara de lo que estuviera haciendo.

El autor nos cuenta que una vez Foos apagó las luces de la recepción y hacerle el gesto para que lo siguiera, cierra con llave la puerta principal, cruzan una zona de cemento, se deslizan entre algunos coches aparcados y se dirigen hacia el cuarto de lavado ubicado en el centro del edificio principal del motel. Con la ayuda de una llave maestra, abrió suavemente la puerta del lavadero, con cantidad de toallas, mantas y ropa blanca puestas en estanterías que se usaban en las habitaciones, más algunas cajas con pastillas de jabón y utensilios de limpieza. Pero ese lavadero tenía unas escaleras que sobresalían de manera extraña en ese lugar, hechas de madera pintada en azul con diez peldaños paralelos redondeados que conducían hacia un descansillo con una puerta que llevaba al desván. Una vez traspasada esa puerta, Gay Talese describe el lugar con “una penumbra de izquierda a derecha, unas vigas de madera inclinadas que sustentaban ambos lados del tejado a dos aguas del motel; y en mitad del estrecho suelo del desván, flanqueado por vigas horizontales, una pasarela enmoquetada de más o menos un metro de ancho que recorría el edificio de punta a punta y pasaba por encima de los techos de las veintiuna habitaciones de los huéspedes” (El motel del voyeur, página 37).

El autor cuenta que por esa pasarela debes pasar agachado para no golpearte la cabeza con aquellas vigas transversales. Siguiendo a Foos, éste le va señalando los conductos de observación alojados en el suelo y a la derecha de aquella pasarela larga. Completamente en silencio y sin hacer ningún ruido que altere los huéspedes, esos conductos parece que de repente se convierten en pantallas de televisión ya que de ellos se desprende luz y precisamente las voces de los programas televisivos que veían aquella noche los huéspedes desde sus televisiones. Pero Foos le indica que observaran un conducto en concreto, uno en el que se podían oír breves murmullos junto al vibrato de los muelles de la cama. Ambos observadores agachados, estiran sus cuellos casi que al golpeo de sus cabezas y ven a una pareja joven, atractiva y desnuda practicando sexo en la cama.

Aquella observación fija en el acto de aquella joven pareja de Chicago que le había comentado Foos previamente en la cena fue el bautizo voyeurístico de Gay Talese y otro momento más de lujuria para el dueño del motel, Gerald Foos. Era tal el interés del escritor por seguir viendo a esa joven pareja realizando el acto sexual, que se agachó aún más para ver mejor y su corbata de seda se deslizó por la rejilla de celosía y quedó colgando a solo dos metros de la cabeza de la mujer que practicaba una felación en ese momento. Gerald se percata rápidamente de aquello y aparta a Talese suavemente de la rejilla y con un movimiento veloz recoge su corbata sin que la pareja que estaba debajo escuchara nada, con el hombre absorto en el placer con sus ojos cerrados y la mujer dando la espalda a lo que ocurría arriba traspasando la rejilla. Aquella primera y única experiencia del escritor (que sepamos, porque en el libro no cuenta más) provoca irritación y ansiedad en Gerald, por eso da por terminado el experimento por esa noche.

De esta manera se cuenta en el libro la primera experiencia que tuvo Gay Talese con el voyeur Gerald Foos la primera vez que visitó el motel Manor House. // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara


Al día siguiente de aquel suceso, y tomándolo como anecdótico, Foos le enseña al periodista un fajo de páginas manuscritas de diez centímetros de grosor que sacó de uno de los cajones de su escritorio y que estaban titulados en su cubierta con el nombre: Diario de un voyeur. Esto a Gay Talese le sorprendió mucho porque al voyeur solamente con el placer de ver y experimentar su visión le basta, pero en este caso tenía delante a un escriba que quería que sus observaciones fueran contadas de manera anónima. Talese recibiría una primera parte compuesta por diecinueve páginas con la fecha de 1966 como comienzo. Ese comienzo empieza con el sueño hecho realidad de Gerald Foos comprando el motel Manor House con el objetivo de “asomarse a la vida de los demás”. Unos comienzos que no fueron tan buenos por el hecho de que la fabricación de esos conductos del desván y la realización de las rejillas le costó un dineral y algunas no funcionaban como él quería, para lo que él realmente quería. Pero finalmente lo consiguió: que desde esa rejilla pudiera ver a sus ‘conejillos de indias’ tanto de día como de noche con las luces apagadas y que desde dentro de la habitación no pudieran ver nada a través de ella. Una rejilla de quince por treinta y cinco pintada del mismo color que el techo con la que los huéspedes probablemente imaginarían que sería un conducto de ventilación o un extractor de aire, pero donde el dueño del motel, sin que ellos lo supieran podría ver las cosas que hicieran en la cama, y también en el cuarto de baño siempre que no cerraran la puerta.

Y sus primeras observaciones tienen como protagonista a dos parejas jóvenes partiendo de los 30 años (y también otra de 50) que utilizaban la estancia simplemente como lugar de descanso y de la realización del acto sexual sin mucho más que destacar por parte del voyeur. Pero él conseguía enterarse de la vida de esas parejas por los comentarios y la forma de actuar el uno con el otro, y aun mirando la vida sexual de estas parejas él necesitaba algo más que simples discusiones y actos nocturnos. Pero aun así, las recogió. “Entre el Día de Acción de Gracias y las vacaciones de Navidad de 1966, Gerald Foos pasó el tiempo suficiente en su desván para observar cómo cuarenta y seis de sus huéspedes participaban en algún tipo de actividad sexual, a veces en solitario, a veces con una pareja y, en una ocasión, con dos acompañantes” (El motel del voyeur, pág. 51).

En uno de esos tríos pudo ver como un matrimonio y un acompañante (que podría ser una especie de gigoló u hombre de compañía) realizaba el acto sexual con la mujer mientras el marido realizaba fotos o los observaba y también el voyeur principal, Gerald Foos, se quedó impresionado por la pasión y entrega de una pareja de lesbianas con una profunda sensación de ver el acto de hacer el amor de una manera tan real y plácida como nunca había visto. Y estos dos casos fueron interesantes para el dueño porque en la época en la que comenzaron sus primeras observaciones fue a finales de los años sesenta y el sexo en grupo se volvió más popular al cabo de los pocos años con la revolución sexual de los años setenta en todo el país en el que “tener más de un compañero de cama ya no se consideraba anormal”. Gerald Foos se replanteó esa cuestión en la economía de su negocio con el planteamiento de si debería cobrar un extra a las personas que se alojaban de tres en tres o de cuatro en cuatro, pero solamente cobraba una tarifa de 15 dólares a los huéspedes que iban con mascota y que reembolsaría a sus clientes si estos no hacían ningún daño al mobiliario de la habitación. Foos no  mostraba mucha simpatía a los huéspedes que alojaban a sus mascotas en la misma habitación y ese recelo creció cuando alojó a una joven pareja con un sabueso grande que alojó en una de las habitaciones que podría vigilar desde el conducto simplemente para saber cómo se comportaría aquel perro. Y en esa noche de observación, aparte de ver cómo la pareja discutía por temas laborales y de dinero, el sabueso hizo sus necesidades en abundancia detrás de una butaca y que afectó a la moqueta. Después de realizar la limpieza, la pareja estuvo convencida de que el dueño no se enteraría del estropicio. Pero al día siguiente, una vez la pareja se marchaba del motel y le reclaman a Gerald los 15 dólares de la fianza, éste les acompaña a la habitación a revisarla y les señala la zona de la moqueta en la que el perro se alivió la noche anterior. Aquello trascendió a una discusión en la que rápidamente Gerald salió hacia el desván para saber qué opinaba la pareja de aquel descubrimiento, y la sorpresa de éstos fue tremenda porque se preguntaban cómo demonios se ha podido enterar, con especulaciones como si el sentido del olfato lo tenía muy desarrollado, si es lo que los vio anoche a través de la ventana o simplemente por golpe de suerte acertó señalando ese lugar en vez de otro y que es un simple estafador que le gusta quedarse el dinero de esa tarifa especial porque sí. Así que, como conclusión en sus primeras observaciones, Gerald Foos indica que: “la mayoría de la gente que va de vacaciones se pasa el día amargada. Discuten por dinero; por la comida; por el alojamiento; agresiones que aumentan de manera inconmesurable muchas veces hasta llegar al momento en que descubren que no están hechos el uno para el otro. Las vacaciones sacan a la luz todas las angustias del ser humano y perpetúan las peores emociones, sobre todo, en las mujeres, que lo pasan mal a la hora de tener que adaptarse a su nuevo entorno y a su marido. Casi todas las parejas parecen contentas cuando están en la recepción del hotel, y es imposible determinar que su vida privada es un infierno de desdicha. Y la reflexión del voyeur termina con el por qué la gente se ve obligada a guardar ese secreto, a no permitir que nadie sepa que su vida es infeliz y deplorable. Y dice que es por la ‘condición humana’, lo que explica que si la desgracia de la humanidad se revelara de manera espontánea y simultánea, quizá consecuencia sería un genocidio en masa” (El motel del voyeur, pág. 58).

Al voyeur Gerald Foos le dio tiempo hasta de plantear estudios sociológicos de las personas solamente observando sus comportamientos sexuales en las habitaciones. // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara.


Una de las particularidades que más le llamó la atención a Gerald Foos con la clientela que él observaba en su motel eran los ex militares. Al estar ya metidos en los años setenta la guerra estaba en su recta final y muchos soldados que batallaron en aquel cruel enfrentamiento se alojaban en un complejo de edificios que estaban a poca distancia del motel Manor House, se llamaba Centro Médico del Ejército Fitzsimons y allí se alojaron muchos soldados que acabaron tullidos y con muchos problemas de aquella guerra que cuando querían pasar un rato con sus esposas o con otras mujeres de compañía escogían el motel, por su proximidad, para esas relaciones sexuales como fue el caso de un joven de veintipocos años confinado en una silla de ruedas por faltarle una pierna, algo que le traumatizó bastante y prácticamente era un gran obstáculo en su relación matrimonial por el impedimento físico. Cosa que por ejemplo no vio con un soldado parapléjico al que la mujer se adaptó a las circunstancias físicas. Como conclusión, Gerald ‘el voyeur’ tuvo ocasión de observar “muchas de las deplorables y lamentables tragedias de la guerra de Vietnam, una guerra que dejó a muchos sin poder regresar a su país y a otros en un estado lamentable y con secuelas físicas que acabarían con sus relaciones sentimentales y sintiéndose traicionados por su país”.

Foos siguió enviándole entregas de su diario a Talese durante todo el invierno y la primavera de 1980 y en uno de esos fragmentos se dio cuenta del gran interés del gerente del motel por espiar tanto la vida privada que hasta escribía las cosas que hacían sus inquilinos en el cuarto de baño, ya que, según él “los individuos varían por cómo se sientan en el retrete. Algunos apoyan la espalda contra la tapa. Otros se inclinan hacia delante. Algunos se inclinan tanto hacia delante que he visto al menos a un individuo caer de morros mientras hacía de vientre. El caso más extraño fue un sujeto que se sentaba de cara a la tapa, a horcajadas sobre el inodoro. De ese modo podía apoyar los brazos sobre la cisterna. He observado que algunos individuos no se sientan sobre la taza, sino que simplemente se quedan acuclillados, posiblemente para no coger ningún germen. He observado todas las posturas o acercamientos al retrete imaginables”. (Página 66). Aun así, Gerald Foos era un hombre que reflexionaba mucho con cada situación que veía con sus huéspedes, se mostraba empático incluso y hasta se afectaba emocionalmente dependiendo de la situación. Y así se lo mostró a Talese en los escritos de su diario a veces contados desde la primera persona y otros desde la tercera, como si el observador fuese otra persona distinta a él.

Y este experimento social que estuvo realizando ya era tan curioso que se atrevió a ir a más y a meter el estudio psicológico, científico y hasta misterioso detrás. Sobre todo, cuando se le ocurrió comunicarse telepáticamente con sus huéspedes desde el desván. Y lo hizo una vez con una mujer de origen escandinavo (piel clara y con pecas, ojos azules, pelo rubio ceniza) que se encontraba una noche reclinada en la cama, con el televisor apagado, y leyendo un libro. Con ese silencio sepulcral que agitaba toda la habitación y el Voyeur decidió realizar ese experimento en esas condiciones de concentración máxima, y casi siempre realizándolo con sujetos femeninos que parecía que tenía esa sensación más despierta. Concentrando su mirada en sus ojos, empezó a transmitirle un pensamiento: que levantara la mirada del libro y la dirigiera hacia la rejilla desde donde observaba. No lo consiguió a la primera, obviamente, pero sí que después de varios intentos la mujer levantó la mirada del libro que estaba leyendo de manera tan profunda y fijó su mirada en la rejilla. Por lo que el Voyeur se quedó impávido, creyendo que de verdad pudiera habérselo transmitido o que simplemente fuera un movimiento voluntario e inconsciente. Otras veces, cuenta, que ese movimiento se había producido durante pocos segundos, pero esa noche en concreto la chica escandinava miraba con una concentración máxima hasta que notó una sensación de incomodidad que le provocó levantarse de la cama e ir al baño, cerrando tras de sí la puerta. Un experimento que terminaría justo cuando al salir del baño apagó la luz y se durmió. Así que, la conclusión del Voyeur fue que este experimento solamente funcionaba cuando el sujeto femenino terminaba de masturbarse (como ocurrió esa noche), ya que después del acto el nivel de concentración sensitivo se amplía. Con el lado masculino lo intentó alguna que otra vez, sin éxito, pero le interesó más las mujeres para este apartado más psíquico.

Se volvía muy crítico con el consumo de la televisión, sobre todo cuando eran parejas atractivas las que gastaban su tiempo discutiendo sobre lo que ver en la llamada “caja tonta”. También le molestaba el humo del tabaco dentro de las habitaciones, o que sus huéspedes comieran comida rápida y se limpiaran con la ropa de la cama o mancharan parte del mobiliario. Y ese malestar que le provocaba casi acaba con su experimento, porque en una ocasión en la que observó a un huésped comiendo pollo frito del Kentucky Fried Chicken y frotándose las manos y la boca con la colcha (teniendo las servilletas justo al lado) subió a la plataforma y desde el desván le gritó un insulto que el huésped evidentemente escuchó pero que nunca supo de dónde vino (y eso que miró por todos lados de la habitación y hasta se asomó a la ventana). Así que, como no encontró a quien lanzó ese insulto siguió devorando la comida como un animal. Y al voyeur casi le cuesta un disgusto el no haber controlado aquel día sus emociones.

 

Hay veces en que resulta difícil ser un voyeur, sobre todo cuando tu deseo de observar no queda satisfecho. Todavía soy incapaz de determinar cuál es mi función (…). Al parecer, se me ha delegado la responsabilidad de llevar esta pesada carga… ¡sin poder decírselo nunca a nadie! Si la vanidad o el destino me designan esta posición en la vida, entonces me veré empequeñecido de manera apreciable por este injusto compromiso. Crece mi depresión, pero no dejo de investigar. A veces he cavilado que quizá no existo, que solo represento un producto de los sueños del sujeto. De todos modos, nadie creería lo que he conseguido como voyeur, y por tanto la manifestación onírica explicaría mi realidad.

Definitivamente existe una correlación entre los sujetos que quieren las luces apagadas durante la actividad sexual y su perfil. Por lo general se trata de sujetos de zonas rurales; gente inculta; minorías; sujetos más viejos; sujetos de influencia sureña: todos estos suelen tener relaciones sexuales a oscuras. Tras observar a muchos de estos individuos, casi puedo adivinar de inmediato cuál apagará las luces y cuál no. Es difícil de explicar, pero he anotado minuciosamente un año entero de sujetos que apagan la luz y de aquellos que la dejan encendida durante la actividad sexual. El noventa por ciento de los que apagan la luz quedan dentro de la categoría que acabo de describir.

(El motel del voyeur, Gay Talese; páginas 77-78).

 

Más imágenes de Gerald Foos publicadas en el interior del libro El motel del voyeur, de Gay Talese; Alfaguara.


El Voyeur realizó algunos informes estadísticos de lo que solía ver desde el escondite en su desván solamente referidas a las interacciones sexuales de sus huéspedes. Él comenzó a observar en 1966 y recogió la friolera de trescientos veintinueve huéspedes cuyas actividades sexuales merecían atención y descripción en su diario. Destacando sobre todo el uso del sexo oral en la mitad de los años setenta (el autor Gay Talese menciona la famosa película pornográfica Garganta profunda quizá como una de las responsables de ese incremento en ese acto), y el sexo interracial. En ese último aspecto observó el incremento de parejas interraciales y el uso del sexo oral en prácticamente todos los casos. Ese dato le llamó mucha la atención porque una década atrás (mediados de los sesenta) una mujer blanca, por ejemplo, jamás habría acompañado a su amante negro mientras este se registraba. Es decir, siempre entraba a hurtadillas en la habitación o se esperaba a fuera por el estigma que era acostarse en ese tiempo con un hombre de raza negra. Con estos datos uno puede pensar que Gerald, aparte de ser solo un mero observador pervertido, es alguien cuyo interés va más allá, hasta el punto de recabar datos informativos. Al igual que en sus tiempos de jugador de fútbol americano la prensa local de su época recogía las gestas de aquellos héroes de aquel deporte, o del béisbol, Gay Talese cree que aquella vena voyeurística en Foos ya comenzó a desarrollar (aparte de su obsesión por ver a su tía Katheryn desnuda y que cuando la vio le impresionó mucho) cuando hacía visitas esporádicas a su primera novia de sus tiempos de estudiante, Barbara White. Él quiso enormemente a su compañera Donna, pero su gran amor fue el primero y muchas veces cuando salía del motel era para ver desde la distancia a su antigua pareja, ya casada, con la que no tuvo una relación muy larga, con la que no tuvo relaciones sexuales en los dos años que duraron porque en la década de los cincuenta y la mentalidad de por entonces veía el sexo fuera del matrimonio muy mal visto. Después, pasó por la Marina, donde sirvió para el equipo de demolición submarina, precursores de los SEAL (de hecho, su aspecto musculoso que desarrolló como jugador de fútbol le ayudó a dejar una buena huella). Y puede que ya esa manera tan sibilina de hacer labores de vigilancia desde la distancia la impulsó durante esos cuatro años que estuvo junto a sus compañeros de tripulación en un crucero llamado USS Worcester. De hecho, cuando observaba desde su guarida a través de aquellas rejillas de celosía se imaginaba sus tiempos en aquel crucero militar mirando con sus binoculares algo de experiencia que obtener. Pero, a través de sus escritos y de la interpretación que le dio Gay Talese a esta historia llegó a la conclusión de que su motel era como un dique seco donde estaba anclado su barco y que él era el único vigilante de la tripulación que utilizaba sus camarotes solamente para ver la televisión, hablar de banalidades, mantener relaciones sexuales bajo las mantas, si es que las mantenían, y darle algo breve que pudiera escribir cada día. Concluyendo de esta manera:

La vida cotidiana es aburrida; no es de extrañar que siempre haya un gran mercado para lo imaginario: obras teatrales, películas, novelas, y también la violencia legalizada inherente a deportes como el boxeo, el hockey y el fútbol americano. Gerald escribió: “Hablando de fútbol o de hockey, si los jugadores fueran armados con cuchillos y armas de fuego, no habría estudios lo bastante grandes para contener a las multitudes”.

 

Fachada y cartel del motel Manor House en East Colfax (Colorado). // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara.

Ese diario de Gerald contiene tantos años e interés en las pautas de comportamiento social y sexual que decide realizar un experimento con una pequeña maleta que colocaba siempre en el armario de la habitación 10. La maleta estaba asegurada con un candado pequeño y barato fácil de romper y abrir si se hacía un poco de palanca. Y ese objeto el voyeur lo utilizaba como prueba de un experimento relacionado con la honestidad y la codicia con su esposa Donna como cómplice de ello. Ese experimento consistía en que él le pedía a su esposa que desde un lugar alejado de la oficina le llamara simulando que había sido un antiguo cliente que había perdido una maleta con unos 1.000 dólares dentro. Y Gerald, desde la oficina y con el nuevo huésped cerca del mostrador esperando a ser atendido se entera del hecho cuando empieza a decir que esa maleta que contiene el dinero ha sido dejada por despiste en esa habitación 10 y que la doncella no había encontrado nada cuando revisó la habitación. Todo era parte del juego, estaba todo pensado. Y mientras el huésped de turno se entera de ese hecho de la maleta perdida y se le asigna la habitación que el Voyeur escogía para su experimento social, él subía al desván a observar lo que hacía una vez inspeccionaba la habitación y encontraba el pequeño maletín con el dinero. Con libreta en mano, anotaba el tipo de personalidad y rango social que tenía y se quedaba observando detenidamente tratando de meterse en la mente de esa persona cuando el huésped toca el pequeño candado del maletín como divagando si debe abrirlo y coger el dinero o ser un buen samaritano y devolver la maleta al completo a los dueños del motel. En muchas ocasiones, siempre triunfaba el mal. Pero la sorpresa estaba en que cuando se las ingeniaban de alguna manera para abrir esa maleta no encontraban dinero, sino ropa; pero por no entregar la maleta con el candado roto y ser acusados se la llevaba consigo sin que nadie del motel se enterara. Esta prueba se la hizo a quince huéspedes – entre ellos un ministro de la Iglesia, un abogado, unos cuantos hombres de negocios, una pareja de trabajadores, una pareja que estaba de vacaciones, una mujer casada de clase media y un hombre sin empleo -, solo dos de esta lista retornaron la maleta sin abrir: el médico y la mujer casada de clase media. Los demás, entre tanto divagar si devolverla o no como así los vio el voyeur desde su guarida, acabaron cayendo en la codicia.

Y aunque no lo pillaron, sí que en una ocasión estuvieron a punto de desentramar el “laboratorio” secreto que tenía escondido en la cima de su motel. Un día, mientras se encontraba en el desván observando a una pareja recién alojada, el marido mira al techo y le pregunta a su mujer “¿Para qué es ese conducto?”, ya que al ser un señor que trabajaba en la construcción se dio cuenta de que ese conducto no era de calefacción. “¿Qué es entonces?”, le pregunta la mujer. “Podría ser una mirilla”. “¿Quieres decir que alguien podría estar observando todo lo que hacemos?”, y él le dijo “Hay mucho rarito en el mundo. Lo averiguaré”. Y Gerald, bastante inquieto desde su puesto de observación, recorre con cautela con marcha atrás el suelo del desván, cierra la puerta con llave y regresa a la oficina para planear una mentira si finalmente ese cliente descubría su escondite secreto. Hasta se puso en lo peor, pensando que el huésped podría llamar a la policía aunque le explicara que lo de arriba solamente era “una pasarela de servicio”. Pero al día siguiente, no pasó nada. Gerald, de todas formas, se alejó un tiempo de la torre de observación y cuando pasaron cuatro días volvió de nuevo a observar al sujeto que estuvo dispuesto a descubrirle y se dio cuenta que éste había tapado la rendija, pero aun así, por un lado pequeño pudo observar cómo esa noche el huésped y su mujer practicaron el sexo. De lo que se enteró Gerald dos días después de aquello, dicho por la mujer, es que su marido trepó por el conducto, se metió por el techo y se dio un paseo. Gerald, después de que le explicara a esa clienta que lo de arriba solamente era una “pasarela de servicio” se quedó verdaderamente asombrado de que un hombre adulto cupiera por ese agujero. Para que os deis cuenta que el único curioso que hay en el motel no solo era él.

A lo largo de su época como voyeur residente en el motel Manor House, Gerald Foos a menudo tuvo ocasión de reflexionar sobre la guerra de Vietnam. En primer lugar porque su etapa de observación coincidió con el conflicto que se había prolongado durante tanto tiempo y porque pudo observar las dos caras de muchos de los soldados que participaron: la cara más destructiva y depresiva del combatiente postrado en una silla de ruedas llorando porque no podría recuperar lo que alguna vez fue, pasando por una solitaria viuda de guerra que contrató los servicios de un gigoló para satisfacer su vida sexual escasa ante la muerte de su marido en ese conflicto, hasta llegar a la falta de piedad de dos pilotos y la crueldad de una serie de hechos que contaron una noche, en la que Gerald fue testigo desde su puesto de observación y que hicieron mella en él. Les asignó una habitación a una atractiva pareja en la que el hombre había sido piloto en Vietnam y asistía a un encuentro de la Reserva en Denver y esa noche decidió alojarse con su pareja en la habitación número 6 a la que después se uniría otro amigo, también piloto, que recibió la de al lado conectadas ambas por una serie de puertas. Cuando los dos hombres se reúnen en una habitación comienzan a recordar sus batallitas en aquellas misiones en helicóptero en Vietnam y uno de los dos recordó una ocasión en el que arrojó a un soldado del Viet Cong desde lo alto del aparato (algo que revolvió las tripas de Gerald) y el otro contaba cómo le gustaba perseguir desde el helicóptero a los coyotes y dispararles o perseguirlos para que cayeran bajo un acantilado. Una conversación tan desagradable que el Voyeur apuntó en su diario y que estuvo observando durante toda aquella noche cómo actuaban, hasta el punto de ver cómo uno practicaba el acto sexual con su pareja y el otro escuchaba con la oreja pegada a la pared desde la otra habitación. Conclusión de Gerald Foos: todos los hombres son voyeurs hasta cierto grado, y que lo demostrarán si se les concede la oportunidad. La actitud de estos dos pilotos, con aquellas acciones despreciables que se contaron el uno al otro, repugnaron al Voyeur del motel Manor House hasta el punto de que les deseó que corrieran el mismo destino que aquellos pobres coyotes.

Después de haber presenciado escenas sexuales de todo tipo entre multitud de parejas dispares (hasta un incesto entre dos adolescentes), escuchar conversaciones mundanas de todo tipo que le aportaron conclusiones que apuntaba en su diario, el 10 de noviembre de 1977, justamente aquel día, el Voyeur creyó que aquel día ya había visto demasiado. Porque lo que presenció fue un asesinato en la habitación número 10. Los ocupantes de aquella habitación fueron una pareja blanca y joven que durante varias noches, aparte de las prácticas sexuales, traficaban con drogas y eso es algo que al Voyeur le fastidiaba y que en ese momento no denunció (como en otros casos donde sí lo hizo), ya que al denunciar un caso así no podría él mismo testificar ante la policía porque se descubriría su gran secreto.  Así que, sabiendo el número de la habitación desde donde se estaba traficando, entró en ella cuando el huésped no estaba y tiró todas las drogas por el váter (aproximadamente diez bolsas de marihuana y muchas otras pastillas variadas). Este tipo de acciones, en su motel, eran muy frecuentes por parte del Voyeur, ya que se consideraba un anti-drogas y en anteriores ocasiones lo hizo con varios de sus clientes que descubrió desde su escondite que se dedicaban a esa actividad delictiva; en aquellas anteriores ocasiones nunca sospecharon de él, simplemente cuando el traficante llegaba y veía que sus drogas no estaban se marchaba del motel asumiendo que las habría perdido o se las habría robado alguno de sus enemigos. Pero con ese último caso la situación se volvió tan tensa que el sujeto masculino culpó a su acompañante femenino de que le había robado las drogas, y hasta tal punto llegó la afrenta que la golpeó ante las voces de ella diciéndole que no había sido y comenzaron una pelea que terminó con el hombre estrangulando a la mujer y dejando su cuerpo inerte en el suelo con huida de éste. Mientras tanto, el Voyeur observó toda la escena y siguió observando una vez que el cuerpo de la mujer quedó tendido en el suelo, con el pecho bajando y subiendo, creyendo que aún estaría viva. Se trasladó a su oficina a considerar la escena que había visto y recapacitar sobre lo que debería hacer, porque mientras tanto, él pensaba que la mujer viviría. Pero a la mañana siguiente, la camarera que se encargaba de limpiar las habitaciones encontró el cuerpo de la mujer muerta y rápidamente el Voyeur llamó a la policía para informar del asesinato. Y a pesar de que estuvo a punto de contar todo lo que pasó, no se atrevió, porque tendría que demostrar la manera en que lo descubrió y seguramente lo pillarían. Solo pudo proporcionar el nombre del chico que alquiló esa habitación junto a ella, el nombre de la dirección registrada y el número de matrícula… pero la policía encontró que toda esa información era falsa. Este relato escandalizó a Gay Talese por la actitud pasiva e irresponsable del Voyeur. Pero Gerald solo se consideró un “observador”, y no un reportero. Aquello provocó una discusión entre Voyeur y Periodista/Escritor. Gerald le recordó que él había firmado un contrato de confidencialidad pero Talese le dijo que de manera indirecta, con esa historia, lo había convertido en cómplice de aquel asesinato. Aquel asunto, finalmente, provocó una cierta distancia entre ambos pero no terminaron su relación amistosa y personal que habían establecido por ese extraño “pasatiempo” que tenía Gerald Foos. No sería el único caso de muerte que observó en su motel, ya que sin escribirlo en el diario le contó al periodista que hubo un suicidio por disparo a la cabeza, una muerte de una persona obesa de ataque al corazón por la noche que tuvieron que sacar los sanitarios por la ventana, e incluso otro que murió mientras se masturbaba y cuya posición final en la que quedó ya os podéis imaginar.

También estuvo muy obsesionado con cuestiones de higiene y la honestidad de sus huéspedes. Hasta a algunos de ellos les tendió trampas para comprobar esa honestidad, como aquella vez que dejó una revista pornográfica en el cajón de una habitación y un pastor de la Iglesia cayó en esa treta de masturbarse mientras su mujer estuvo fuera y luego al llegar quejarse de esa “repugnancia” en forma de revista que habían dejado allí. Situaciones extrañas y repugnantes que también vio realizarse en los cuartos de baño y que recogió pero si algo le molestaba sobremanera eran aquellos clientes que se presentaban con mascotas. Como todos los moteles cercanos de la competencia permitían alojar también a sus mascotas, Gerald no se quiso arriesgar a perder clientela a pesar de la fobia que tenía a aquellas parejas que se presentaban con un perro, porque sabía que en la mayoría de ocasiones el animal hacía sus cosas ensuciando la habitación y sus dueños no hacían nada. Su dilema siempre era ese, y el problema venía cuando asignaba a los dueños de esas mascotas alguna de las habitaciones para observar lo que hacían porque los perros siempre parecían demostrar esos sentidos de olfato y oído desarrollados y ladraban o gruñían hacia la rejilla donde parecía que ellos sí sabían que había alguien ahí detrás y sus dueños no.

Aparte de esos ultrajes a la pulcritud y limpieza de sus habitaciones, el Voyeur, como propietario del motel también se quejaba de “las palabras, frases y rasgos de personalidad repulsivos, impostados, hipócritas, de falsa adulación o del todo deshonestos”, de todas aquellas personas que se alojaban y que él mismo observaba y anotaba. Cuanto más tiempo pasaba en aquel desván más se desengañaba ante la gente y más misántropo se volvía. Al fin y al cabo, estaba realizando un acto antisocial para demostrar lo muy antisocial que era. Gay Talese lo define así: “Era alguien que fisgaba desde su desván y se arrogaba autoridad moral al tiempo que escrutaba y juzgaba con severidad a sus huéspedes, reservándose el derecho a curiosear con distancia e inmunidad”. Gerald ya era un “mirón” desde niño, cuando observa a hurtadillas a su tía Katheryn. Y eso solo lo sabía él y su esposa, Donna. Una paciente y comprensiva esposa que fallecería un 27 de septiembre de 1984 padeciendo de lupus cuando no había llegado a la cincuentena. Por entonces, según Talese, estuvo casi dos años sin remitirse cartas con Gerald hasta que le informó de aquel suceso. Pero Gerald no tardó mucho en agenciarse otra compañera de andanzas que aceptó esa extraña obsesión “fisgona” de su nuevo marido. Se llamaba Anita Clark, una mujer divorciada con dos hijos pequeños que se enamoró de Gerald cuando lo vio durante un paseo con sus dos niños cambiando las letras de su “laboratorio de observación” motel Manor House. Aquel nuevo comienzo de vida fue la primera experiencia extramarital de Gerald en más de veinte años de matrimonio, a pesar de que durante su etapa como espectador de otras muchas mujeres había sentido atracción por otras que no fueran su fiel esposa Donna, después de perderla se sintió deseado como en sus tiempos del instituto. El aspecto físico de Anita le atrajo desde el primer instante a Gerald: bajita, pelirroja, pecho abultado… perfil que se parecía a su tía Katheryn y a su ex mujer fallecida. Contrajo matrimonio con ella el 20 de abril de 1984 y rápidamente Anita Clark se instala en aquel motel ayudando a su nuevo marido en la contabilidad y gerencia. La vida volvió a sonreír a aquel voyeur después de ese bache de perder a su primera esposa y de pasar un tiempo sin conversar por carta con su inseparable reportero Gay Talese. Tan bien le iba, que decidió comprar un segundo motel por aproximadamente doscientos mil dólares.

Ese nuevo motel se llamaría Riviera, y se ubicó en el 9100 de la avenida East Colfax, a solo diez minutos en coche del Manor House. Este nuevo edificio tenía dos plantas y setenta y dos habitaciones. En el libro se refleja que Gerald instaló cuatro falsos conductos de ventilación en el techo de los dormitorios, pero no dice nada de si continuó sus observaciones voyeurísticas en este nuevo laboratorio. En 1996, Gay Talese recibe una carta de Gerald Foos comunicándole que sus días de propietario de motel habían terminado. Con más de sesenta años cumplidos, sus rodillas y espalda estaban ya afectadas por la artritis y le resultaba enormemente doloroso subir la escalera y reptar por el desván para colocarse sobre las aberturas de la rejilla y observar como hacía años antes. Los años no pasan en balde para nadie. En el libro se destaca un fragmento en el que Gerald supuestamente confiesa que vende el motel Riviera en 1996 y un año antes, el Manor House. Antes de esa venta, el mismo voyeur eliminó los conductos de observación cubriendo los agujeros del techo “para proteger la integridad e intereses comerciales de los nuevos propietarios y para que no sufrieran perjuicio alguno” (así se corrobora en una fotografía del libro). De esta manera, quizá uno de los dueños más excéntricos de los moteles de aquella zona donde estaba el Manor House dejaba el negocio de los moteles, algo que Gay Talese analiza como “aquellos lugares de encuentro tradicionales para múltiples amantes cautelosos, huéspedes que buscaban una experiencia de sexo rápido y que eran de todo tipo con intercambios de parejas, homosexuales, parejas interraciales, adulterio…” y que la mayoría estaban en la retina y en los recuerdos de aquel voyeur que no necesitaba pornografía para excitarse. Momentos reales, sin estar simulados, fragmentos de vida vacíos que él adquiría como un cromo para añadir a su extenso álbum de momentos recogidos por como él se denominó “el Voyeur Más Grande del Mundo”.

Después del Manor House, vendría El Riviera, pero ya no menciona nada de que observara a sus huéspedes. // Fuente; El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara.


Ya en la primavera de 2013, Gerald Foos llama a Gay Talese para confirmarle que por fin estaba preparado para contar su secreto, que su historia podía hacerla pública. Y aunque no estaba seguro de las consecuencias legales, al no tener ya moteles a su cargo la ley de prescripción le protegería de las demandas de violación de la intimidad que pudieran presentar antiguos huéspedes de los moteles Manor House y Riviera que fueron suyos en su momento. Ya entrado en los ochenta, quería compartir su gran secreto antes de que pasara algo que le impidiera poder hacerlo. A pesar de la buena relación que mantuvieron desde hace varios años, sus conversaciones se limitaban a llamadas telefónicas y a las cartas manuscritas que Gerald le enviaba a un escritor que siempre estaba viajando, escribiendo, investigando y publicando. Foos ya no era aquel señor de aspecto fornido que conoció en los ochenta, ahora apenas era un viejecito enjuto que pesaba casi ciento diez kilos, con el pelo blanco, con gafas oscuras debido a la miopía y con su perilla tan característica que casi siempre ha conservado, le confiesa a Talese que una de las razones por las que ahora estaba dispuesto a dar a conocer su controvertida historia era para llamar la atención de los medios hacia su colección de objetos deportivos, entre ellos, cromos y cascos de béisbol (deporte que practicó mucho de joven). “Le regalaré mi gran casa a cualquiera que me compre la colección”, le llegó a confesar. Una colección que él valoraba en millones de dólares y que quería vender para trasladarse a una casa de una sola planta y evitar las duras escaleras por su problema de artritis. Pero Gay Talese viajó aquel día para entrevistarle y averiguar algo más sobre aquel asesinato de la novia del traficante que ocurrió en la habitación 10 del motel Manor House en 1977. Foos, reconociendo su negligencia de aquella noche, no puso ningún reparo en tratar de averiguar algo más sobre aquel suceso y conseguir una especie de “redención”. Pero ya habían pasado casi cuarenta años del crimen, y el Departamento de Policía de Aurora no disponía de ninguna información a esas alturas. Un poco extraño esa ausencia de información, ya que ni siquiera en el apartado de necrológicas de la prensa de la época se publicó. Es como si la vida de aquella joven no importara, o no existiera. ¿O es que Foos no contaba del todo la verdad?

“Espero que no me describan como un pervertido o una especie de ‘mirón’”. Eso es lo que le dijo Gerald Foos a Gay Talese una vez se reunieron en su casa para acordar la publicación de su extraña historia. Él mismo se consideraba “un pionero de la investigación sexual”, ya que había observado y escrito acerca de miles de personas que nunca se dieron cuenta de que las observaban, aunque a Talese le confesó que nunca las grabó o filmó. De hecho, esto es curioso, pero Gerald era alguien que se ponía muy nervioso en los lugares públicos donde había cámaras filmando. Era muy crítico con el sistema de “Gran Hermano” que las autoridades imponían sobe los ciudadanos en cualquier lugar. (Menuda paradoja de su ejemplo). Para llegar a creer su diario, solo tuvo que necesitar mucha paciencia y la capacidad de describir las situaciones y tendencias que veía como un sociólogo o psiquiatra sin formación. Porque una de las cosas que plasmó tan bien en sus escritos (y que serían dignas de estudio por cualquier sexólogo/a del mundo), eran las primeras relaciones interraciales o el comienzo de las relaciones sexuales entre parejas que comenzaban desvistiéndose a la misma vez cuando en años anteriores las costumbres eran cambiarse en el cuarto de baño primero. Es decir, el voyeur vislumbró un nuevo comienzo a la hora de relacionarnos íntimamente y que ya se convirtió en una costumbre por décadas cuando antes las maneras eran otras. Por eso él consideraba su voyeurismo de “inofensivo”, porque los huéspedes no se daban cuenta, y su propósito nunca fue criminalizar a nadie. Por eso su reflexión final sobre lo que vemos y no vemos es esta:

 

No me gusta criticar al gobierno…, es el único que tenemos, y todo el mundo puede cometer errores, pero que nosotros hemos cometido demasiados errores. El voyeurismo del gobierno ha sido algo repentino. El Gran Hermano ahora se ha incorporado a nuestras vidas, a nuestras opiniones, a nuestros procesos mentales. Nos graban electrónicamente a todos en dispositivos que pocos comprendemos. Solo sabemos que están allí.

 

Así de simple eran las estancias del motel Manor House, desde arriba observaba Gerald. // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara.


Gerald le aseguró a su interlocutor y única persona que sabía su secreto que de alguna manera había sacado a la luz los males de una sociedad y por eso se consideraba alguien que denunciaba aspectos nocivos de la misma. Por eso su conclusión fue la siguiente:

“Casi todos mienten, engañan y son unos falsarios. Hay muchos, muchos ejemplos de ello en el Diario de un voyeur, como todas esas personas que no pasaron la “prueba de honestidad”, y predicaban una cosa y hacían otra. Intentan esconder en público lo que revelan de sí mismos en privado. Lo que pretenden mostrar en público es lo que no son en realidad, y el saberlo me ha llevado a ser muy escéptico con la gente en general. De hecho, por culpa de todo lo que vi en la plataforma de observación, ahora soy una persona antisocial. Simplemente no confío mucho en la gente, y si puedo evitarla, la evito”.

Y aunque sus reflexiones profundas puedan hacernos sentir empatía por él, Gerald reconoció que si de verdad hubiera sabido lo de la muerte de esa mujer por su novio traficante habría llamado a una ambulancia de inmediato (no sin antes buscándose una excusa previa para que no se descubriera el cómo se enteró). Y a pesar de que ese fuera el único caso de asesinato ocurrido en su motel (y que parece que quedó sin archivarse), numerosos actos delictivos como violaciones, robos, abuso de menores, incesto, y hasta amenazas con cuchillo los vio a través de las rendijas. Y en ninguno de esos casos, hizo nada. Y eso que era muy crítico con los traficantes y los actos delictivos, pero se tomó tan a pecho su papel que no quiso arriesgar su posición de “observador” desde una trampilla oculta en cada habitación. “Había pasado años fisgoneando sin que lo cogieran”, relata Gay Talese en su libro. Gerald se sentía como “un historiador social, un pionero de la investigación sexual, alguien que denunciaba la corrupción de la sociedad, un solitario, alguien con doble personalidad, y un crítico resuelto a sacar a la luz las hipocresías y apetitos ocultos de sus contemporáneos”. Gay Talese consideró esa comparación una inapropiada, ya que él no desenmascaró la corrupción de nadie con una importancia especial. Se escudaba en que era abiertamente un voyeur y que todos los hombres lo son. Que no hizo daño a nadie más allá de que observaba a la gente sin que los huéspedes fueran conscientes, en todo caso, que era culpable de intentar ver demasiado. Ese estilo de vida de Gerald Foos (según él mismo cuenta) comenzó arrodillado bajo el alféizar de una ventana observando el hermoso cuerpo desnudo de su tía Katheryn y medio siglo más tarde cambió lo que pudo haber sido la simple travesura de un niño curioso por una especie de laboratorio de observación disfrazado de motel con el Voyeur más loco de todos los tiempos observando tras una rejilla y encima sintiendo un miedo atávico y casi paranoico a las cámaras callejeras y el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (y además, gran crítico de ese sistema supervisada por miles de cámaras). Un verdadero utópico dentro de un mundo distópico. Una paradoja del ‘1984’ de Orwell, o mejor dicho, una ‘Serie B’ de ese mundo ficticio.

Un Gerald Foos envejecido pasea por el recinto donde una vez estuvo su motel, ya derruido y con apenas unos escombros sueltos. // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara.


El motel Manor House se vendió en 1995 a un nuevo propietario que tardó solamente dos años en volver a darlo en propiedad a otra persona, ya en 2014 vuelve a venderse a una sociedad inmobiliaria dirigida por un tal Brooke Banbury quien al igual que los anteriores dueños, no conocieron nunca la historia que guardó Gerald Foos como un tesoro en ese edificio. El señor Branbury decidió demolerlo al no conseguir vender todo el mobiliario interno quedando una parcela cubierta de tierra y pequeños trozos de piedra, astillas de madera, maleza y fragmentos de cable eléctrico, todo ello cercado por una valla de tela metálica. Ese fue el panorama que se encontraron Gerald y Anita Foos cuando pasearon por aquel lugar cuatro meses más tarde de que el edificio que durante tanto tiempo dirigió y utilizó para un fin delictivo, todo ello con la observación de las cámaras y en compañía de Gay Talese que era el único aparte de su mujer que supo del gran secreto que guardó durante ese tiempo ‘su’ motel. Habían pasado 20 años desde que vendió aquella propiedad que no volvió al lugar y los recuerdos se le agolparon al viejo Gerald. Hasta su querida segunda esposa, Anita, estaba paseando por ese terreno ya abandonado de dos mil metros cuadrados con lágrimas en sus ojos. Gerald, como buen coleccionista, miraba el suelo esperando encontrar algo como recuerdo de lo que alguna vez fue, pero solo encontró dos fragmentos de piedra pintada de verde que él mismo pintó en las habitaciones. Se llevó eso y también (según siempre cuenta Gay Talese en el libro) “un fragmento de cable eléctrico que había ido conectado al cartel rojo que, en alto, exhibía el nombre del motel”: el Manor House de Denver, Colorado. Así de meticuloso y de observador era el gran Gerald Foos, a quien no se le pasó ni el mínimo detalle una vez derruido su ‘laboratorio de observación’ dos décadas después de dejarlo.

 

Imágenes de la demolición del Manor House. // Fuente: El motel del voyeur, Gay Talese; Alfaguara.

Su obra que finalmente se llamó El motel del voyeur le provocó muchos dolores de cabeza a Gay Talese una vez se publicó. El Washington Post puso en tela de juicio esa confusión de fechas que existe entre Gerald Foos como propietario del Manor House de Aurora, Colorado, y cuando conoce al periodista. En una nota de autor al final del libro cuenta que él visitó a Gerald Foos a principios de 1980, y más tarde, ese mismo año, le vende el motel a un hombre llamado Earl Ballard. Gay Talese escucha por primera vez ese nombre una vez se publica el reportaje del Washington Post y parece que se le cae el mundo encima porque su amigo Gerald no le confesó un dato tan importante como ese. Porque a pesar de que el voyeur realizó sus ‘fechorías observatorias’ desde el desván, lo estaba haciendo entonces como empleado/alquilado y no como dueño. Es decir, el propietario era otro pero Foos tenía acceso permanente a él. En agosto de 1983, Ballard vende el establecimiento, Y entonces en la nota se dice que Foos ya no pudo seguir entrando en el desván hasta que volvió a adquirirlo en propiedad en 1988. Esa falta de información y casi que engaño de un dato tan importante para llevar a cabo la investigación de un caso casi echó por tierra todo lo que había estado documentando y escribiendo Gay Talese durante tantos años. Talese define a Foos como un “narrador inexacto y poco fiable, pero sin duda un voyeur épico”. Los sucesos que cuenta en el libro se produjeron antes de esa visita de 1980 cuando lo conoce por primera vez pero esta anécdota casi acaba en una confrontación definitiva entre ambos como así se relató en el documental que sacó Netflix en 2017:



“¿Alguien se creerá que esto ocurrió de verdad?”, se preguntó una vez el Voyeur como una nota al pie de uno de sus relatos. Dice Gay Talese, que de no haber visto la plataforma de observación con sus propios ojos, le habría resultado difícil creerse toda la historia. Ese asunto de las fechas y notas en los diarios que no cuadraban pudieron ser el enterramiento definitivo de la historia y de la longeva carrera de Gay Talese como periodista y escritor del género “no-ficción”. Sin duda, esta historia nos narra dos tipos de comportamiento humano: el de los observados y el del observador. Y si para algunos todavía seguís pensando que Gerald Foos solo era un “mirón morboso”, él siempre seguirá diciendo que fue un “investigador pionero”.

 


ENLACES:

https://www.vozpopuli.com/altavoz/cultura/Comprar-huespedes-Nuevo-Periodismo-contarselo_0_989901628.html

https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2016-04-13/guy-talese-diario-voyeur-dueno-motel-que-descubrio-espiar-clientes-30-anos_1182716/

https://www.yorokobu.es/gay-talese-apuesta-credibilidad-libro-la-pierde/

 

 


 

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